No sé para que existe el otoño. No sé para que existen las horas amarillas de los árboles, su llanto apagado, su  lamento silencioso. No sé para que existen si no conmueven a nadie. Pierde su sentido la realidad cuando no hay nadie para escucharla, cuando nadie tiene tiempo para oírse en ella.  

Yo le diría al otoño que no desaparezca. Le pediría, cono la misma intensidad con que me perfora los sentidos año tras año, que lo necesito, que no hay estación que se le compare. Le diría que si no le retribuí su entrega devota, si no le agradecí lo suficiente, que me arrepiento, me arrepiento porque se nos va a ir la vida entre computadores y celulares y yo no quiero olvidarme todavía del grisáceo verdor que remece. Le diría que su paisaje melancólico me interpela hasta en lo mas hondo de mis huesos, y que entre el aire enturbiado y los tacones de aguja reconozco su ritmo, su melodía, su inequívoco registro. Le diría: reconozco tu llamada con sabor a guitarra y piano, a lluvia sin paraguas. Reconozco tu soledad de inmigrante, tu vergüenza foránea, reconozco que en la historia eres apenas un pasaje, y en eso me reconozco yo también.  Le diría que las arrugas tempranas que han aparecido en algo así como, mi alma, se reflejan en él como en un espejo que no perdona. Le diría a él, o ella, que a pesar de lo ingratos de nosotros los humanos, su memoria vive anclada en cada árbol que lo recibió pudoroso, en cada hoja derrotada que cayó mirando el infinito. Que la naturaleza no es tan ingrata y lo respeta tanto como se respeta a los ancianos de las antiguas civilizaciones, como una palabra sagrada.  Le diría que gracias, por que su viento tiene tanto, tanto sentido, tanta memoria, tanta historia, tanto inconsciente, tanta humanidad.
Tenía tantas ganas de prometerle, pero al otoño no se le puede prometer nada. El viento, como buen retoño, sabe que las palabras vuelan…

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