Museo de la memoria


Iba al museo de la memoria sin esperar nada. Imaginaba que era un lugar vacío, sin vida, un saludo a la bandera. Y algo de eso tiene. Algo de inerte tienen las paredes grises, los dibujos de las escaleras. Pero no es solo eso… me sorprendió, me sorprendió para bien.

Será posible quizá, que sin importar el carácter que hayan querido darle a los homenajes, sin importar cuánto hayan querido recubrir, refigurar o transformar lo sucedido; será posible que la derrota tenga voz propia y tenga fuerza aún cuando la superficie no diga lo mismo. Como si las cartas, los testimonios, el dolor y la rabia le hablasen directamente al público, colándose por los muros y las pantallas de televisión para internarse directamente en los sentidos, creando una experiencia espeluznante.  


Pienso ahora en el juego como una muy buena explicación - algo sencilla y arbitraria tal vez - para lo que me sucedió. Jugar no como banalmente se traduce, si no jugar como experiencia lúdica, didáctica, natural. Jugar como espacio de conexión que permite inferir, trabajar y posicionarse, jugar como movimiento activo, como acto político.  (...) Pienso el juego también como una forma de relacionarse con el recuerdo, como espacio transicional en que todo sucede de forma espontánea. Es la apropiación mutua, tanto de los objetos hacia mí, como de mí hacia los objetos. Es una vivencia intensa, agotadora, tal como lo es jugar habitualmente, cuando uno está comprometido. 

Memoria y lo estático

Mientras caminaba imaginaba que pensarían los que vivieran y murieron en aquella época si vieran el museo. Espontáneamente me generó una sensación de incomodidad.  (...) Sentí que a través de los cuadros, las cartas, sus fotos, nos estaban exhortando a actuar. Sentí que de alguna u otra forma, somos cómplices de aquello que sigue pasando porque callamos, porque los dejamos permanecer en un museo en vez de llevarlos en nuestros cuerpos, en las calles. Somos cómplices de la no-vida de la vida actual. Somos cómplices sin duda porque somos herederos del silencio. 

Creo que esto no es algo que hayamos escogido completamente. Estoy segura de que muchos nosotros sentimos tan profundamente como ellos, pero nuestra voz está invertida hacia dentro, nuestra voz nos daña las vísceras, porque nuestra época es la de la contemplación y no la actividad, la de los museos y no de la política. Del pacifismo, o al otro extremo, del activismo sin sentido, fato de reflexión. Quedaría preguntarnos cuanto podemos transformar de la historia para darle sentido a nuestra rabia, al dolor que compartimos. Cuanto podemos los que nos emocionamos, reflexionamos, hacernos cargo de nuestras experiencias subjetivas para darles trascendencia. Porque sin duda sucede algo en uno, y esto pienso que es una condición colectiva; lo estático se redime de alguna manera en la experiencia de juego, en el involucramiento sincero con el otro, en el dinamismo de esa relación. Pero lo político pierde su carácter social. Hay una relación activa entre uno y lo que percibe, pero se vuelve una relación individual, se pierde el tejido que se alimenta del actuar colectivo, del ser sujeto social.



La visita


Nos reciben las escaleras, el rostro inocente de Víctor, y las dos nos quedamos mirándolo. Se ve tan joven, con tanta fe. A mí me incomoda verlo tanto rato así, expuesto, lleno de tantos colores, como para una feria. Seguimos caminando. La primera sala se llama “11 de Septiembre”, y recoge videos, diarios, todo tipo de documentación sobre ese día. Hay una cronología de los sucesos y un video que recrea a través de los canales oficiales, todo lo que ocurrió. Nos sentamos a mirar. (...) Seguimos viendo los vídeos, la primera junta, la locura misma. Nos asombramos tanto, incluso se nos escapo una risa. Nunca habíamos apreciado el discurso con tanta detención. Miramos los rostros, los ademanes, su seguridad. Parecía un delirio, un delirio que se volvió creíble para muchos, un delirio que los mantuvo 17 años en poder.


Seguimos el recorrido por la segunda sala, la de los exilios, el plebiscito, la actividad internacional, los montajes. Miramos una foto en especial, la del Estadio Nacional. Intentamos adivinar que estaba pasando por las cabezas de los fotografiados, ya que no se veían asustados. Fumaban. Se veían atractivos. Uno parecía reírse, otro miraba adelante preocupado. Mi amiga me dijo “mira,son como nuestros compañeros"


Llegamos al mural de los montajes, recordamos a Agustín Edwards, vimos que el logo del Mercurio sigue siendo exactamente el mismo. Cuánto aterrorizará eso a los familiares de los caídos. La tercera mezcla burdamente la noticia del atentado a Bernardo Leighton, o a Carlos Pratt, no recuerdo, con una foto de una mujer semidesnuda.

En un momento nos encontramos con los tipos de tortura explicitados en una pared y yo le dije: “Esto me interesa.” “No es que sea morbosa”, le explico nerviosa, “es que me ayuda a pensar lo terrible que fue.”

Se nos acababa el tiempo, así que rápidamente hojeamos los testimonios de mujeres, los de los niños. Yo me detengo un rato, el último que nos queda, en un dibujo que hizo algún niño de una mujer gigante, con el pelo rojo de sangre. Pienso que para que un niño dibuje algo así de grande, su vida debe de estar dada vuelta. Para que eso tenga tanta importancia. Para que sea todo

Mientras escribo vuelvo a sentir lo que sentí en ese momento, lo que me sobrecogió, y me vuelvo a callar. Por eso digo que nosotros los jóvenes de ahora, los inútiles subversivos, tenemos los sentimientos hacia el cuerpo, hacia las venas y las arterias, hacia el corazón.

(...) Yo escribo en este momento y siento que algo vive, pero no sé cuánto tiempo dure vibrando. Pienso como el horror lo siento tan profundamente y después se me olvida, como si quedara encerrado dentro. (...)

Quizá ese encierro, en nuestro cuerpo, en un gesto maravilloso de homenaje. Quizá el cuerpo comprende que el habla ha sido traicionada. Comprende, recuerda, hereda silencio.

Quizá no somos cobardes, ni inútiles, quizá somos memoria. Eso me consuela un poco.

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