La familia
Le llevó la cazuela recién preparada a la pieza, intentando que el caldo no mojara el piso. La tenía difícil, ya que sus manos pequeñas tiritaban pudorosamente mientras se acercaba, y el calor de la comida le generaba un escozor que provocaba moverse. Se detuvo frente a su puerta, la empujó con el pie y entró a la pieza, totalmente a oscuras. Se puso a pestañear repetidamente para acostumbrar rápido la vista, mientras su nariz se dilataba al contacto con el olor nauseabundo de enfermo.
- ¿Eris tú?
- Sí
- Deja cerrado
Se había despertado recién, lo notaba en su voz patosa y desanimada. Se quiso acercar a dejar la cazuela antes de cerrar la puerta que ya le quedaba lejos, pero el bulto se remeció con fuerza y pensó que mejor hacía lo que le pedía.
- ¿Qué me trajiste?E
Entre malabares respondió: la cazuela
- Apúrate que tengo hambre.
Los temblores aumentaron su intensidad.
Llegó casi invicto a la cabecera de la cama, dejó el plato y se acercó a observarlo. Sabía que se molestaría, pero no podía ignorar la curiosidad que sentía de verlo en ese estado.
El impacto hizo que saltara hacia atrás como un reflejo; tenía el cuerpo encogido, sus manos empuñadas y apretadas hasta sacarle sangre y el sudor corriendo por su morena frente producto de la fiebre. De cerca el olor era aún más fuerte y la humedad dejaba un halo pegajoso en las sábanas. La compasión le hizo acercarse un poco más, mientras estiraba su mano izquierda despacio a ver si podía tocarlo. El enfermo no se movió, así que se sentó en una orilla que quedaba libre de la cama y le puso la mano en la frente. Al sentir su piel caliente se le llenaron los ojos de lágrimas, sentía ese amor irracional que se siente de vez en cuando, y el desafío que le suponía verlo así y no llorar era demasiado grande. Su pequeño cuerpo se apretó aún más al de él, ahora bordeando la cabeza con sus manos y haciéndole cariño en el pelo. En cualquier momento se movería y expulsaría de ahí, pero hasta ese entonces se dejó invadir por la calma que le producía el contacto.
Nadie sabía cómo había enfermado. “Se agarró algo en la calle”, seguramente; su madre repetía que la culpa era de su caminar errante y sus constantes huidas, que pasaba metido en donde no lo llamaban. Su tío le envió un cheque apenas supo que había caído enfermo, “pa’ que lo saques de esa vida de mierda que tiene pues Angelita, que tu hijo vive como si no tuviera madre”. Ella lloró tres días seguidos después del cheque, lo sabía porque la vio, no dejaba de repetir que su hijo no tenía remedio. Y no había ido a verlo, porque según ella su corazón no aguantaría ver a un hijo en ese estado. Sus amigos, que lo conocían mejor y pasaban de vez en cuando a cambiarlo de ropa, decían que ya casi no pasaba en la calle, que había cambiado, y que la enfermedad le vino después de eso. Su hermana no opinaba y en realidad la prefería a ella, porque no sabía tampoco que tenía y no le ayudaba en nada caldearse la cabeza pensando en si fue en la calle, o en su casa o en el baño de su casa.
Le tocó despacio el hombro y le besó la coronilla. Sintió un pequeño gruñido escapar de su boca, lo que lo asustó un poco, pero no sucedió nada. De pronto entre las frazadas vio un libro de portada azul que no había visto antes. Se debatió entre recogerlo o no, pero al ver que dormía se inclinó para levantarlo. Lo tomó suavemente y se lo puso sobre el regazo, rezaba “Debate político…
- ¡Concha de tu madre!
Se levantó rápido mientras el libro se resbalaba de sus manos y caía abierto al suelo. La mirada de indignación que le dirigió le atravesó como madero hirviente el pecho y le hizo botar la cazuela que se esparció entera por el piso. A su mente acudieron una serie de recuerdos que se fueron sucediendo rápidamente uno tras otro y le nublaban la vista, impidiéndole ver con claridad. Notó como la bestia se revolvía en su cama intentando ponerse de pie, la mirada asesina clavada en el indefenso cuerpo que tenía en frente. Vio esa misma mirada en unos ojos de niño que, colmado de rabia y frustración, hubiesen matado a su hermano sin culpa. Se resbaló un poco, salió caminando hacia atrás con las manos levantadas rogando misericordia. Luego echó a correr rápidamente dejando al enfermo con la furia de encerrada en un cuerpo condenado a la postración. Salió su figura como fantasma, dejando el rastro del miedo entunicar la habitación.
Le odió cada centímetro, cada poro de su blanquecina piel, le odió con todas sus fuerzas por seguir siendo el insecto que era desde que nació. Sintió como un insulto el hueco que dejó en la almohada, le pegó un manotazo furioso y le dolió hasta los esfínteres. Ahogando un grito su cuerpo paralizado le hizo detener la rabia y calmarse a riesgo de morir en ese mismo momento. Y si algo no quería, era morir. Seré hijo de puta, pero nadie me va a echar de esta mierda de vida.
Recogió el libro del suelo haciendo un esfuerzo sobrenatural. El último libro que había podido comprarse antes del accidente. Recordaba sus propios pasos apurados recorriendo una avenida atestada de gente, el pulso nervioso y la respiración agitada como siempre que algo le impedía encontrarse a gusto.
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