ébano

De pie. Las puntas de los dedos mirando hacia el suelo, desprevenidas, libres de la presión forzosa del resto del organismo de Frida, del resto de Frida, de sus brazos, su torso delgado, sus ojos y su pelo. El pelo bien tomado arriba de su cabeza, asfixiado por la fuerza del tomate, inmaculado producto de la extrema rigidez que llegaba hasta sus rasgos oníricos y que teñía de seriedad una belleza que solía ser irreverente. En ese minuto se veía hermosa, titánica - en palabras del propio Luciano - o como diría Nestor, perfecta. Y Dalia, Dalia nada, de Dalia obtendría un silencio, qué más podía pedirle. A su madre, en cambio, si estuviera viva le exigiría que le cantase una canción, o una oda. Si volviera y la viniera a ver bailar, cuando dejase de admirar fijamente el podio donde estaría instalada con sus premios, todos sus premios, le rogaría que le recitase alguna oda distinta a la oda a la cebolla, que era la única que se sabía. Cuando estaba viva le gustaba cocinar, vivía cocinando y por eso recordaba a Pablo Neruda, con la cebolla o con el caldillo de congrio. Eso porque no leía casi nunca y si leía algo era el horóscopo; para su madre la vida era una predicción insostenible, una obra libre de demiurgos y dioses cuyo agotamiento era posible de aminorar solo mediante el vasto conocimiento de las circunstancias. Y así vivía, tan distintamente a su hija - habían conocido pocas personas que difirieran tanto, y sí que conocían gente - no solo por la cantidad de letras absorbidas, sino porque su memoria también era mejor y su curiosidad más ágil. De hecho, Frida aún se acordaba del primer poema que se aprendió de memoria, “Margarita está linda la mar”, lo leyó a los cinco años sin saber que significaba azahar, ni prendedor, ni tisú ni campiñas, pero intuyó que el final de ese poema no era feliz y se lo dijo a la profesora y la profesora la abrazó, mientras una lágrima rodaba por su mejilla hasta el pelo finísimo de la niña.

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