Acápites y Tugurios (Cartas para Amalia)/ Completo


I
23 Octubre 2001
“Como te comentaba en lo otro que te escribí, apenas si he podido avanzar con la novela. Acá todo sigue igual (aunque nunca esperamos que cambiara, ¿no es así?).
Mientras te escribo, puedo sentir como los niños siguen en la plaza viendo pasar los autos, como siempre, llenándose de polvo. Aún disfrutan recibiendo las sonrisas de los vecinos, y pasan susto cuando las camionetas de Seguridad hacen su ronda. Creo sentir a Pequín dando la vuelta y asomándose por la esquina. Eso significa, por supuesto, que en uno o dos minutos comienzan los gritos; todavía gritan por los globos, los algodones de azúcar, y el carro. He logrado algunas cosas en ellos, no todo ha sido inútil, desde hace poco creen menos en Don Francisco, incluso les he pasado discos de esos que escuchábamos. Te gustaría verlo.
Para mí la cosa es más complicada, eso tampoco ha cambiado. A estas alturas, dudo mucho que me pueda deshacer de los fantasmas. Entre otras cosas, la pirotecnia, los estragos, la demagogia. Chile… que lástima que no lo veas a la distancia, así podrías ponerle un nombre a mi novela. (Ahí están, los niños, están gritando, intenta escucharlos). “Pirotecnia, estragos y demagogia” me gusta, suena bien. De todas formas, creo que no te agradaría - la novela, digo – está intelectual, difícil... Con tu ayuda, en vez de citar tanto a Dussel y buscar como derrotar el capitalismo, podría hacer algo útil, podrías ayudarme Amalia… No te lo repito, ya sé, te pone triste.
En tu carta anterior me pusiste que querías saber de Lanus…”
Y eso doctor, eso fue lo único que me puso. La carta llegó así, borroneada y estropeada…y no he sabido nada más de él desde entonces. Cuando terminé de leerla la primera vez, fui directo al buzón a ver si había otra cosa. No me hubiera extrañado, a Jordi le gusta hacer esas estupideces, dejar las cartas a medias y después escribir otra como si nada, esperando que haga caso omiso de esas inconsistencias. Si le he contado, ¿le he contado?, así es él, le gusta – gustaba – la inconsistencia. (¿Anotó eso? Es importante, ¿Usted es psicoanalista o no? Eso que le dije puede ser importante). En fin, el caso es que me dirigí al buzón, lo abrí segura de que dentro iba a encontrar otra carta, y algún CD (le gusta – gustaba, perdón – mucho la música a Jordi), tal vez de Young, porque se le olvida que me los ha enviado todos, o de un grupo nuevo que haya escuchado, probablemente de flamenco. Pero no había nada. En ese momento me extrañó, sobretodo porque él sabía lo mucho que necesitaba escuchar de Lanus, y la carta acababa justo ahí, como si la hubiese dejado a propósito, como si no hubiese querido seguir escribiendo para dejarme con la duda. Pero eso no era propio de él, Jordi tiene muchas cosas pero no es celoso, no le gustan – gustaban – los hombres celosos… sí, creo que le conté eso, se lo dije porque odia a mi padre por ser celoso, y en otra sesión me pareció que era importante que usted supiera eso. No me gusta esta sensación, doctor. Echar de menos es un estado que me desagrada, es incómodo, no me acostumbro al dolor. Lo que pasa es que Jordi fue mi primer amor. Había tenido muchas experiencias antes de él, pero no amor, no fueron lo mismo, definitivamente. Este hecho no necesita mucha explicación, lo que pasa es que nadie era especial, bueno, excepto Jordi, Jordi si lo es – era – y por eso yo tenía que enamorarme de él. Perdone si me desvío doctor. Estoy nerviosa, estoy confundida. Además vino la policía ayer a buscarme, la policía argentina que tomó el caso de Jordi porque era muy famoso, prestó muchos servicios a este país, tomaba las conferencias acá y además ayudaba para todos los congresos de Literatura hispanoamericana, le tenía un amor especial a los trasandinos. Y por eso vinieron donde mí, además que yo vivo acá gracias a él, bueno eso usted ya lo sabe. Pero yo no lo maté, ¿de qué me serviría? A nadie que le haya costado tanto el amor lo tira por la ventana. Si, literalmente, era un chiste, perdón…
II

Cuando finalizó todas las horas de psicoterapia que tenía agendadas para ese día, y una vez que se encontró solo dentro de la consulta, se dio el permiso para derrumbarse. Se apoyó en la pared amarilla con la cabeza gacha, mientras cerraba los ojos, derrotado y sin fuerzas. En ese momento, incluso el diván que descansaba en la esquina le parecía distinto. Tenía la sensación de que elementos intrusivos se habían colado dentro de la habitación; el umbral de la ventana parecía cambiado de lugar, las vitrinas se desapegaban una y otra vez de la pared, las fotos y los labios de las personas dentro de las fotos se reían, burlándose de la aparente tranquilidad de la pieza, como si supieran que la calma no era más que una ilusión, una fachada. Se acercó a la ventana lentamente, y miró afuera. Todo bien Mauro – se dijo en voz alta, de forma un tanto ridícula – los mismos transeúntes adormilados, el calor atosigador propio de los comienzos de verano, las tiendas de ropa viendo una y otra vez a hombres y mujeres consumir, nada que te deba asustar. Pero el sudor frío que recorría su cuello y el tiritón de sus manos parecía indicar algo diferente. Suspiró y se devolvió al pequeño escritorio que había puesto hace no mucho en la consulta, apoyó las manos en la cabeza y se quedó así durante algunos segundos, meditando, relajando la respiración. En esos momentos se le vino a la cabeza una idea que había leído en algún libro, sobre un hombre que se enfrascaba en una pelea con un amigo, o un desconocido, no recordaba bien, y aquello que parecía un acto inocente sin mayores consecuencias, acababa por ser un completo desastre porque al hombre – el que golpeó al amigo o al desconocido – comenzaban a crecerle las manos de forma inusitada; crecían y crecían sin parar. Al parecer el cuento finalizaba con que todo era un sueño, o no, no se acordaba bien. Abrió el pequeño cajón del lado izquierdo del escritorio y sacó dentro un manojo de cartas arrugadas y en mal estado. Quitó la primera del montón y la abrió lentamente, con nerviosismo. Definitivamente se sentía como aquel hombre, estaba dando el golpe inicial, y no pasarían horas antes que las manos le comenzasen a crecer.
3 Octubre de 2000
“Amalia Victoria, los días no se repiten uno tras otro. No te extraño lo suficiente como para detener mi vida, C’est la vie, Il ne faut pas souffrir. Sé que crees que esto lo escribo por despecho, pero en realidad no es así. Visualízame en la pieza fina de madera que es ahora mi escritorio, jorobado e inclinado sobre el papel. Te escribo, como siempre, lleno de humildad y dedicación
No quiero que me extrañes demasiado… Hoy me reuní con mi madre, visité a los Vertederos Incautos, y tomé té con una mujer.
Saludos y un abrazo
Jordi “
Dio vuelta la carta a ver si encontraba algo más, pero al parecer eso era todo. Qué carta más extraña. Echó la cabeza hacia atrás mientras reflexionaba. Amalia y su novio, Jordi, desde un comienzo habían despertado suspicacias en él. De sus relatos –de ella – había inferido que acostumbraban a mantener ese tipo de contacto, extraño, ambivalente, a veces con una estrechez simbiótica y en otros momentos absolutamente desapasionado. Y al parecer así había sucedido durante casi todos los años que llevaban juntos. Luego, para añadirle aún más misterio a la ecuación, Amalia había llegado ese mismo día contándole que el tal Jordi había sido encontrado muerto en Santiago, ciudad donde vivía, y que su cuerpo se hallaba doblado de forma absolutamente anormal en la acera, al costado del edificio que habitaba. Luego de una investigación preliminar, habían llegado a la conclusión de que se había tirado del piso en el cual se ubicaba su departamento, el octavo, ya que no había evidencias ni testigos que hubiesen visto a alguien acompañarlo durante el día. Finalmente, esa misma mañana, un par de policías habían llegado al a casa de Amalia para interrogarla, pero después de comprobar que habitaba en Buenos Aires de forma permanente, y que no tenía como trasladarse a Chile, la dejaron tranquila. Pero la mujer estaba hecha un desastre, apenas podía caminar, y según lo que ella le relató más temprano, solo salía para emborracharse y para verlo a él. Dudó solo unos segundos antes de coger la otra carta. “Qué diablos”, pensó, “tengo más de 70 pedazos de papel que Amalia me confió y no estaría bien que no aprovechase aquello para poder comprender mejor el caso.” Después de todo, la situación lo ameritaba, además que nada en la vida era irreversible. En último caso, siempre podrían amputarle las manos.
5 de Noviembre de 2000
¿Cómo amaneciste? Cómo va la paráfrasis, el análisis. ¿La cabeza y el colón te aburren? Te imagino estudiando a cada hora, casi todos los segundos, interrumpida a veces por Irene y Marcelino que te van a rescatar de tu perfeccionismo innato, y veo también tu rostro airado, expulsándolos, asegurándoles que no pasaras toda la madrugada leyendo. Pues si te abandonan y se confían de esas vagas promesas tuyas, no te conocen todavía, así que debes pasar menos tiempo viendo documentales, y más socializando con mi parentela.
Estoy organizando algo en Argentina, escuchaste, tal vez leíste, va a ser luego la conferencia de Juan Pablo Cárcamo, va a presentar La Gaceta, y me pidió que le enviase una promoción adecuada. Nada muy elaborado, un párrafo formal y logístico que no interfiera con su obra prima, pero que le ayude a quedar bien con esas aves rapaces, ya sabes. Si voy y quieres nos vemos, sé que te dije que prefería que no nos reencontráramos, pero ahora mismo se me ocurre que tal vez sea buena idea.
Un abrazo
Jordi”
Otra carta que no decía nada, aquello le pareció señal suficiente para devolver ambas al manojo y ponerles el elástico, no quería tentar su suerte en extremo. Cerró el cajón y recogió sus cosas apuradamente, en Buenos Aires las paredes a veces tenían ojos, y era recomendable no arriesgarse demasiado. Incluso cuando en esos momentos, tal como se lo dijo la panorámica desde su ventana, no tenía nada que temer
III

Rogaba no toparse con nadie. Desesperada como estaba por distraerse unos minutos, salió al bar a por unos tequilas. Aún rebotaban en su cabeza unas frases del programa televisivo que había encendido mientras cocinaba – intentaba cocinar, una sopa – para no pensar en lo que la invadía desde la muerte de Jordi, la soledad, la angustia. Pero no importaba cuantas escenas de películas románticas de baja calidad viera, la realidad no se escapaba a ninguna parte. Mientras avanzaba por la avenida, a su mente acudían imágenes fantasmales. Cuánto se reirían de ella su antigua terapeuta, su hermana y la Amalia de la infancia, viendo a la atormentada Amalia de ahora salir de un departamento oscuro y negro, golpeando la puerta con fuerza y con Parkinson prematuro, llorando por dentro y dando lástima por fuera. Se reirían o llorarían porque la extrañarían, así como ella se extrañaba y se sentía absolutamente ajena, pero llevaba tanto tiempo confundida, confinada en esa figura hipomímica, que la atronadora expresividad y la impulsividad sibilante que solía tener no eran más que un recuerdo borroso. Cuánto quería volver a ser esa Amalia despreocupada y entretenida, sonreír más fácil en las tiendas y a los taxistas, tener otra esencia, una más normal, más saludable para todos los estándares. Pero, joder, es que el masoquismo no la soltaba.
Se sentó en la misma mesa oscura y sucia de todos los días, hizo la seña a Rosario y esperó paciente, o en su defecto, impaciente pero escondiendo todo tras su típica apatía. Que pedazo de actriz. “Además en este caso la melancolía es útil”, pensó, atragantándose con el cigarro. El estado de nostalgia casi inevitablemente genera en el otro la idea de que se está calmado, tranquilo, en paz. ..Mientras esperaba el alcohol, mientras esperaba que se acabase el cigarro, mientras esperaba que la ceniza se cayera sobre el borde de la mesa, se vio interrumpida por una voz que no reconoció, ¿Teresa? ¡Teresa! Che, Qué gusto, no te había reconocido así tan despeinada, ¿qué hacés por estos lados? – diablos, quien era, que se callara, intentó detener a la mujer con un gesto – che, no te digo, es peligrosa esta zona, este barrio es para nosotros, los miserables , no para una mujer bien educada y de buena cuna como vos – No soy Teresa, no soy Teresa, ¿Quién eres? , no alcanzaba a pronunciar palabra y la mujer esa seguía hablando, que digo, seguía berreando – El jefe ha estado preguntando por vos cariño, lo he distraído un par de veces pero no me ha sido fácil, mirá que te persigue y me es imposible mantenerlo tranquilo… - La cabeza comenzó a martillarle. Sigue hablando y te apago el cigarro en la cara bruja, ¿Por qué no me deja interrumpirla? ¡No soy Teresa mierda! La miró desconcertada, dándose cuenta de que por el momento aquella histriónica mujer no iba a detenerse. Empezó a sentir un sudor frío que le recorría la espalda y la respiración comenzó a agitársele. Justo en ese momento Rosario, oh guapa y perfecta Rosario, le puso el tequila sobre la mesa y le dejó un cenicero, apagó el cigarro y cerró los ojos (Sí te digo Teresa, este pibe coge como nadie, te hablé de él en el súper, no te acuerdas? Che, que ojazos y el culo que ni te explico) Esa mujer era vieja, era vieja, casi anciana, ¿Por qué le hablaba de pijas y culos? Seguía con los ojos cerrados y la muy inútil parecía no darse cuenta (¿Te invento una palabra pelotuda?, se llama res-pon-sa-bi-li-dad, ya sé que para vos es difícil pero estás a punto, una más y estás fuera… y ni te digo como se pone Helga, a la vista le salta lo energúmena, ten cuidado nena, ten cuidado…) Tomó otro sorbo y se paró, voy al baño murmuró, pasó por el bar y subió las escaleras, se sentía enferma, muy sudada y pegajosa. Una vez en el baño cerró la puerta con fuerza y cayó sobre la taza del inodoro derrotada, esperando a que el vomito acudiera solo. Su mente se vio invadida una y otra vez por una serie de imágenes: Jordi, el terapeuta, la vieja infame. Dejó que el vómito corriera y cuando terminó se limpió la boca con el dorso de la mano. Tiró la cadena. La angustia la iba abandonando poco a poco, lentamente. Se paró y volvió a la planta baja, observando a su alrededor con cuidado, para no caerse. Cuando llegó, pudo comprobar aliviada que en su mesa de siempre no quedaban más que un tequila y un cigarro a medio apagar, y que no había rastro de la extraña mujer-anciana que insistía en llamarla Teresa.
Cuando salió, dos horas después, estaba absolutamente borracha. Era un estado que ya se le iba volviendo familiar, sobre todo desde el último mes. Los designios de sus recorridos eran inciertos, inusualmente acababa sobre el hombro de algún extraño bondadoso (si su bondad venía incitada por otros fines, algunos menos decentes, salía de su bolsillo un cuchillo turco que le había regalado Ema hace algunos años, que si bien nunca había aprendido a ocupar, le había funcionado a la hora de asustar a un par de desgraciados) pero la mayoría de las veces se acostaba en la acera, hasta que se le pasase el efecto y las nauseas, mientras cantaba jane says. Entre vómitos y desgracias, acudía a su mente la felicidad de los años que había pasado junto a Jordi y todo el resto, segura de que ya no volvería a sentir esa pertenencia en ninguna parte. La noche se iba ennegreciendo y las esquinas se volvían cada vez más borrosas, escuchaba ruidos, risas, llantos, estupideces. Ella solo se sentaba, se sentaba y esperaba. Ese día la acera la cobijó de nuevo, fue testigo de su entrecerrar de ojos, su murmurar borracho y sus escalofríos. Se sintió invadida por la nostalgia, la desesperación; el olor de las calles tenía esa capacidad de trasladarla a lugares comunes, momentos que había vivido en otros lados, otros tiempos. Jordi le había dicho una vez que ambos necesitaban separarse para poder ser felices, porque juntos sufrían de forma ridícula, absurda e innecesaria, pero separados eran dos seres humanos de lo más felices, miembros de la sociedad, él se comportaba, era admirado y querido… Yo era como ese actor de esa película, decía, A Serious Man.
24 Diciembre 2000
“Este aciago y fatídico comienzo de siglo, de década, de milenio, venía de alguna forma anunciándose como desastroso. ¿Recuerdas cuando viajamos a Valparaíso?, era treintitantos de diciembre, no tengo memoria de la luna ni los vientos, pero sí tengo grabada la imagen de un ciego, haraposo y semidesnudo, que nos informó que ahora comenzaba la época amarga de la humanidad; que años de gloria que habían cobijado a Faulkner, a Joyce, a Napoleón, no podían verse subsumidos por una era tecnológica, de fugacidad y eficiencia, de cyborgs, de escritura rimbombante llena de modismos. Dijo que éramos unos idiotas por andar de la mano, que el amor no tenía sentido si no era bajo un constructo urdido por políticos bien alimentados y malagradecidos, y que perdíamos tiempo si nos creíamos enamorados, cuando yo me veía como un bonito niño bañado de estrellas y tu cómo una perfecta Rapunzel que no acababa de cortar sus cabellos. Luego vomitó ante nosotros y así pasamos el año nuevo.
Supongo que eso que en aquel momento nos pareció una broma de mal gusto, no deja de ser un poco simbólico; venos ahora, llenos de odio y angustias por estas estupideces que aún no acabo de comprender.
Te juro que te amo a ti y a nadie más, aunque seas una Rapunzel que no ha acabado de cortar sus cabellos
Jordi”
Jordi… no sabía por qué extrañaba la necedad y la petulancia, los amaneramientos ocasionales, la falta de pudor. Debía ser que de noche la soledad se enredaba, vulnerándola; el frontis de un cuadrángulo mucho más complejo de pronto se veía derrumbado, y al descubierto nada más que suciedad y tugurios. Si hubiera de explicarlo hablaría de succión, de acometidas y alguna especie de locura, hablaría de como las sensaciones del estómago se le iban por la tráquea a la laringe, después a la cabeza y de la cabeza a los pelos, del pelo a las puntas de los pelos formando guedejas. Extrañaba cosas que no debía extrañar, pero le era inevitable. Se paró, obligándose a comenzar el largo camino a casa, asombrada con la lucidez del paisaje a esas horas de la madrugada, que no dejaba de presentársele una y otra vez a través de las luces albinas y las vitrinas desiertas. Buenos Aires tenía esa belleza de andar despierto a las horas más asombrosas, no dormía – a diferencia de los barrios altos Santiaguinos que tal vez copiaban la costumbre de encerrarse luego del atardecer, como todo, a los Norteamericanos - a horas tempranas y tediosas. Claro que no, a esa hora se sentía el sudor y la festividad en las esquinas, en los semáforos, incluso dentro de los taxis… todo era embriaguez y endorfinas.
Cuando llegó a su casa, ya había amanecido completamente. Realizó todas las acciones que debía presa de un automatismo insípido, cerró la puerta, tiró las llaves y se dejó caer sobre el sillón. No totalmente destruida por el cansancio, cayó en la cuenta de que se había deshecho de las famosas cartas hace menos de 12 horas, y que aún así sentía en el pecho una mezcla extraña, de alivio y desesperación. Aquellas cartas eran lo último que le quedaba de Jordi. Lo último. Abrió los ojos de forma abrupta y sintió que la cabeza comenzaba a bombardearle, y en el cuerpo una energía extraña, como una inyección de cafeína. La idea de que acababa de perderlo todo se fuese colando lentamente dentro de su consciencia, deslizándose viscosamente una a una por cada neurona, bañándolo todo. Aquello realmente era lo último que le quedaba de Jordi, el amor de su vida. No tenía fotos, ropa, ni siquiera una urna llena de cenizas como las viudas desoladas. ¿Qué estaba pensando? Tenía que recuperar esas cartas. Comenzó a caminar por toda la habitación, respirando agitadamente, pero ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo recuperarlas? Bastaba con que se las pidiera de nuevo a Mauricio. Pero no lo iba a ver hasta dentro de una semana, no creía poder resistir todo ese tiempo. Necesitaba verlo ahora. ¿Pero qué le vas a decir? “Permiso doctor, tuve una fase hipomaníaca, en la que descubrí que necesito urgentemente recuperar lo último que me queda de mi novio muerto.” No, mejor aún, “Devuélvame los 70 pedazos de papel que guardé en mi chaqueta de color gris, la que a él tanto le gustaba, a medida que iban llegando durante todo un año; necesito leerlas de nuevo y memorizarlas para no olvidarme nunca de que estuve enamorada.” Qué estupidez. Espera un poco Amalia. Piénsalo bien, el es psicólogo, su trabajo es entenderte ¿o no?Se echó a reír, hasta en su cabeza la idea sonaba ridícula. Nadie entiende las locuras. Se dio cuenta de que si hacía aquello, iba a terminar encerrada en un manicomio, llena de monjas hipersexuales, asegurándoles a todos que sólo fue a hablar por teléfono. Era una exageración, pero de todas maneras, estaba en una sociedad que gozaba recluyendo gente en donde fuese. No, mejor sería acercarse a Jordi de otra forma, una menos peligrosa. ¿Pero cómo? No tardó en llegar la magistral idea a su cabeza, ¡Por supuesto! Cómo no se le había ocurrido antes. Iría a verlo. Iría a verlo a Santiago y averiguaría quien lo mató. Eso la tranquilizaría, además que se lo merecía. Un hombre que recitaba a Burroughs de memoria necesitaba, como mínimo, una amante – un amante estaba fuera de sus posibilidades – destrozada que revolviera su tumba. Poco a poco se fue calmando, y una vez que tomó la decisión sintió como la energía se iba desvaneciendo, para dar paso a una extraña pesadez que fue envolviendo cada una de sus extremidades. Se dejó caer nuevamente en el sofá y cerró los ojos. Estaba decidido, mañana tomaría el primer bus a Mendoza, para devolverse a Santiago.
IV
Respiró hondo el aire puro de la mañana, mientras caminaba a paso lento por Recoleta. Poco acostumbrado a aquellos lados del Norte de Buenos Aires, los barrios acomodados, se sentía incómodo, como si no encajara entre tanto garbo y elegancia. Cuando se acabó la calle y llegó a la esquina, se topó de frente con el cementerio, lugar específico que Fernando siempre escogía para que lo esperase. Bordeó un banquito y se sentó, deteniéndose una vez más en la extrañeza que le producía el lugar que tanto gustaba a su amigo. Entre ires y venires se puso melancólico, y pronto se encontró meditando acerca de las paradojas interminables de la vida: en un lugar donde la muerte se asomaba de forma imponente a través de los muros gigantes del cementerio, y donde además descansaban (ojalá que no en paz) la mayoría de los personajes distinguidos o acaudalados bonarenses, se paseaban casi todos los fines de semana hombres y mujeres que hacían de éste un lugar de encuentro; lugar que además se transformaba en una oportunidad para un sinfín de vendedores, de ganarse el sustento. Era como si las desigualdades nunca cesasen, aún en los territorios donde la muerte era dueña de casa, la única forma de que ricos y pobres estuviesen juntos era por medio de un par de ferias artesanales.
Sin embargo, esa apreciación tan evidente no era lo que lo tenía inquieto esa mañana, ni mucho menos la razón por la que había decidido llamar a Fernando. Estaba intranquilo, no había dormido bien las últimas noches. Todo había empezado aquel día que abrió las famosas cartas; en ese momento sintió los primeros escalofríos y los sentimientos de culpabilidad, pero supuso que con el correr de los días esto disminuiría. Pero no fue así. Estuvo casi una semana con el fardo de cartas enterrado en el fondo de su cajón; hasta que se enteró, la mañana del viernes por su secretaria, que la señorita Amalia Lebert había cancelado la siguiente y todas las horas que tenía pedidas para psicoterapia. Aquello fue como encender la mecha de una poderosa dinamita; le pidió a Rosa que hablara con su próximo paciente para atrasar la cita, y se encerró en su consulta de forma casi automática. Con un nerviosismo impropio de él (al menos antes de aquellos últimos incidentes) se acercó al escritorio, abrió el bendito cajón y cogió una nueva carta del lote. ¿Mauro? ¡Mauro! Una voz familiar lo sacó abruptamente de sus pensamientos, Fernando, siéntate hombre, le dijo. Prácticamente había olvidado que era a él a quien esperaba. Lo saludó efusivamente y se pusieron a hablar como siempre. A Mauricio le costó un poco concentrarse en lo que Fernando le decía, pero finalmente se entusiasmó con la rutinaria conversación;hablaron del Boca, de River y de la política Argentina, tal cual solían hacerlo, como buenos inmigrantes Chilenos. De pronto, Fernando se puso a hablar de su consulta, va muy lento, a paso de tortuga diría yo, estoy cansado, pero bueno así es la cosa.¿A ti como te ha ido? Bueno, justamente ese es el motivo de esta llamada, le dijo Mauricio, tengo un caso que me tiene muy confundido, perturbado. ¿Qué te pasó hombre? Cuenta, cuenta. Procedió a relatarle toda la historia tal y como había sucedido, incluyendo las faltas de ética en las que había incurrido, y el último episodio vivido ayer en su consulta, durante el cual había leído la siguiente carta.
- ¿Y qué decía? ¿Qué tanto decía que estás así?
- Pues, en realidad nada, eso mismo, no decía nada. Pero de todas maneras era una carta muy extraña, como escrita en clave o algo, no tengo idea, pero el tipo éste hablaba todo el rato de su abuela, una y otra vez sin parar. No decía nada interesante Fernando, pero le escribía a Amalia como si no se conocieran; le contó todo de cómo había muerto la anciana, lo que había significado para él, cuanto la quería, y así una serie de hechos que si bien no tienen nada de raro en sí mismos, son un tanto inapropiados de relatar por carta
- Bueno, a lo mejor el Jordi este se sentía solo allá en Santiago, y quiso escribir algo sentimental para la chica.
- Sí, pensé lo mismo, pero de todas formas llevaban 8 o 9 años juntos cuando escribió esa carta ¿No te parece un poco raro?
- Efectivamente, si es un poco raro.
Luego de un segundo en silencio, Fernando le preguntó:
- Oye, ¿Y no estará loco el tipo este? Esquizofrénico, que se yo. Alguna enfermedad, ya sabes, como para medicarlo.
- Bueno, estuve averiguando, era bastante famoso este Jordi, yo no lo había escuchado pero parece que acá también se lee harto su obra, escribe como Bolaño, guardando las proporciones por supuesto, y nunca se supo nada extraño, al menos públicamente.
Fernando se rió y le golpeó el hombro con suavidad.
- Pero Mauro me extraña compañero, nadie ventila los trapos sucios de los escritores; se privilegia su obra y muchos años después de muertos, y si es que tienen suerte, se comenta de sus patologías y rarezas (lo que aumenta considerablemente el número de ventas, por lo demás.) No mi amigo, me parece que si usted quiere llevar esto a otro nivel, uno de investigación, va a tener que esforzarse más… Por mí que te calmaras y, bueno, lo dejaras acá, pero te conozco y no te voy a perder mi valioso tiempo en aconsejarte cosas que se las va a llevar el humo de mis cigarros.
Mauro suspiró y bajó la vista. Luego sonrió. Tienes razón, dijo. Claro que tengo razón. Déjate de huevadas. Ahora, ¿Nos vamos? Mira que tengo que contarte de una película, que ni te explico, está ambientada aquí en Argentina… Dejó que la lengua de su amigo continuase su actividad, mientras caminaban de vuelta por Recoleta hacia abajo. Entretanto hablaba, el meditaba sobre la conversación que acababan de mantener, convenciéndose de que Fernando efectivamente había acertado. Buscaría, hilaría fino en la historia de este escritor misterioso y descubriría los trapos sucios que seguramente escondía. Sí, sería lo mejor.
Cuando tomaba una decisión, Mauricio Gutiérrez por lo general se sentía mejor, porque confiaba en sus instintos casi tanto como en su título profesional. Sin embargo, esta vez el revoltijo en el estómago y la inquietud que lo tenía tan ansioso, no se fueron a ninguna parte.
V

Se despidió con un abrazo – bastante estúpidamente, por lo demás – y se bajó corriendo del auto. Tocó el borde de la acera apenas el semáforo dio luz verde, pasando a llevar a un hombre producto de la agitación y el impulso. Una vez que se encontró segura, lejos de la calle, se acomodó la pesada mochila y comenzó a meditar acerca de cuál sería su próximo destino. El viaje desde Argentina se le había hecho menos pesado de lo que creía. Era la primera vez que cruzaba la cordillera en bus, pero aún así los paisajes le parecían familiares, como si el recorrido hubiese sido realizado en alguna otra oportunidad; y aquella extraña sensación de deja vu finalmente contribuyó a quitarle la ansiedad. Sumándole a esto el hecho de que no le costaba nada dormir en los buses – incluso le acomodaba un poco, porque desde muy pequeña sufría de miedos nocturnos, y el estar acompañada por una veintena de pasajeros aliviana bastante los temores – concluyó que había tenido un viaje bastante aceptable. Desde el terminal de buses en Santiago en adelante, hizo dedo. Hace mucho que no pisaba su ciudad natal, y siempre había tenido poca memoria para el transporte público. Además no sabía exactamente dónde ir, había tantas partes que eran de Jordi; las casas de sus amigos, la de su abuela, sus puestos de trabajo, sus bibliotecas favoritas… podía pasar días y días averiguando. Así que confiaría su rumbo al conductor que la aceptase en su auto; iría hasta donde pudiesen llevarla. No tardó mucho en encontrar un voluntario, un hombre joven de nombre Camilo, que se dirigía hacia el oriente. Amalia estaba profundamente animada desde aquella mañana agotadora en que tomo la decisión de viajar, por alguna extraña razón su carácter se había activado luego de aquel incidente. Se sentía distinta, fortalecida, incluso alegre. Así que apenas se subió al auto entabló una conversación entusiasta con Camilo, le contó de sus gustos musicales, un poco su vida en Buenos Aires, algunas cosas de su familia, omitiendo, por supuesto, los detalles más lóbregos de la historia. Finalmente resultó ser que su amable interlocutor llegaba hasta Santa Rosa y después se desviaba hacia el Norte, lo que resultó ser para ella un destino perfecto. Así que ahí era donde se encontraba ahora, luego de haberle dado aquel estúpido abrazo y cruzar la calle apuradamente.
El centro de Santiago era para Amalia un hogar; se hallaba dentro de una latitud familiar y pacífica, donde la inusitada calma era antecesora de una cascada de recuerdos. En ese momento se dio cuenta de lo siguiente; la vida suele prodigar a sus fieles servidores una serie de elementos llamativos que acentúan su exhibicionismo: algunos las llamas casualidades, azar, otros prefieren hablar de predestinación. De cualquier forma, la vida se hace notar, obliga a su público expectante- la humanidad- a voltear la vista hacia su cubierta de pavo real, y lo hace por medio de hechos disruptivos y sonantes; los reencuentros inesperados, las coincidencias exactas, las yuxtaposiciones de la cotidianidad. Justo ahora, donde en su vida se presentaban encrucijadas amenazantes, resultaba que de todos los lugares de una inmensa ciudad, Camilo la tenía que dejar en aquel pedazo exacto, mismo pedazo donde Amalia vivió y aprendió casi todo lo que sabía. Fue hace mucho tiempo. Tenía apenas 18 años y solo la adolescencia como antecedente. Una familia sobreprotectora y el ambiente castigador que la rodeaba, tuvieron como resultados una rebeldía extrema, un poco forzada, pero útil para sus propósitos. Presa entonces de aquella rebeldía, o de la imagen que ésta impostaba, se fue de su casa una noche y acabó en un bar con una borrachera inocente, infantil, y en los brazos de un joven intelectual que se llamaba – o hacía llamar – Jordi, y que cargaba en sus manos un libro de Verlaine. Así se conocieron. Ella se dedicaba a escuchar música y no sabía nada de literatura ni poetas, lo que no impidió que él se enamorara de sus ojos penetrantes y de su mala explicación de lo que era el krautrock. Acabaron teniendo sexo en la casa de él - de la abuela de él- donde luego de una serie de orgasmos y una pasión sudorosa, Amalia llegó a la conclusión de que Jordi era lo más cercano que había estado de alguna representación de un estereotipo cultural (huérfano, refugiado en los libros y con amor por todo lo que se encontrara fuera del continente, sumándole Borges y los de la generación beat, a quienes veneraba) pero que también era mucho más que eso. La historia continuó de forma más menos romántica; cuando se fue de su casa, en la madrugada, ya había tomado la decisión de no volver a la suya. Se quedó durmiendo allí, hasta que dos días después la llevó al barrio Franklin, donde él compraba casi toda su ropa, y donde resultó ser que uno de los hombres que atendía el puesto que más visitaba buscaba un ayudante, porque necesitaba el tiempo que utilizaba en atender clientes para confeccionar la ropa que vendía. Le ofreció de inmediato el trabajo. Ella accedió, ganaba prácticamente una miseria pero a cambio podía dormir en una pieza en la casa que arrendaban él y su familia.
De aquella forma estrambótica comenzaron los mejores años de su vida. Víctor, así se llamaba el hombre que ese día se convirtió en su jefe, resultó ser un hombre como pocos, y contribuyó de forma impresionante a atenuar los fantasmas que cargaba como equipaje. Se transformó, rápido y sin exageraciones, en un segundo padre. Lejos de las ataduras y represiones que sufría de parte de su verdadera familia, Amalia se insertó en un ambiente que le era absolutamente ajeno: lo que primaba eran el cariño honesto y el trabajo durísimo, ambas cosas que se distanciaban con fuerza de su antigua vida. Atrás quedaron las horas escuchando sus discos favoritos tirada en una cama de dos plazas; la rebeldía y las extravagancias no tenían lugar en una familia donde la vida se sobrellevaba apenas, y en que la rutina, de la que ella tomó parte casi osmóticamente, poco espacio dejaba para las manías personales.
Todos esos recuerdos la invadieron mientras caminaba por Santa Rosa. A veces le costaba asimilar que habían pasado ya 10 años desde que se fue de su casa, 10 años desde que empezó su vida, 10 años desde el comienzo de su relación. Eso la hizo dudar acerca de sus propósitos. Entonces, y siguiendo con la espontaneidad responsable de que ahora se encontrase a más de mil metros de Argentina, modificó un poco los planes que hasta ese momento tenía. La muerte de Jordi y su misterio podían esperar, ahora se dirigiría a encontrar lo que en algún tiempo fue su hogar.

VI
Aquel fue, contando desde el preciso momento en que nació hasta ese otro preciso momento en que le tocó morir, el día en que Mauricio Gutiérrez leyó, observó y analizó la mayor cantidad de cartas. Se levantó temprano, más temprano de lo habitual, y tan expectante y animado estaba con su papel de investigador, que por la tarde, antes de que se escondiese el sol, ya tenía todo el fajo de cartas desarmado y su contenido esparcido a lo ancho de la mesa, ordenado en pequeños montones de acuerdo a su temática. A la derecha las que incluían extractos de cuentos, textos, novelas o poesías famosas, arriba las que hablaban – en el momento en que se envió la carta – de tiempos pasado, al medio las del presente, a la izquierda en las que mencionaban películas, música u otros, y abajo las categorías indefinidas.
Este exhaustivo trabajo lo dejó, por decir lo menos, increíblemente frustrado, porque a final de todo, y a pesar de su esfuerzo, seguía sin comprender absolutamente nada. No entendía relación de su paciente, menos su historia, y tampoco estaba más cerca de averiguar algo sobre la muerte de Jordi. Las cartas eran cada una un universo indescifrable, no estaban, al menos a simple vista, conectadas ni sujetas a alguna temporalidad particular. En realidad, todo esto no era tan sorprendente. Los protagonistas de la historia vivieron situaciones que ni él, ni su cerebro inagotable, alcanzarían a dimensionar nunca; un manojo de cartas no tenía porque contarle aquella historia, eso hubiera sido irrisorio, irreal.
Intentó ordenar un poco las ideas en su cabeza. En estos momentos, sabía que Amalia y Jordi se conocieron hace 9 0 10 años, que la primera vez que se separaron de forma más permanente fue cuando ella se vino a vivir a Buenos Aires, hace más de un año, que vivía con los primos de él, que se querían tormentosamente, que él le envió muchísimas cartas ese año, y que ahora estaba muerto. De nuevo a su cabeza acudían solo pensamientos de intriga y curiosidad. No pudo dejar de notar que al separarse no escribían contándose la cotidianidad, ni vivencias específicas; exceptuando un pequeño número de cartas, la mayoría contenía mensajes particulares, dedicatorias concretas. Esto era aún más extraño porque Amalia le había contado que apenas se veían y no hablaban por teléfono: las cartas era el mayor contacto que tenían. Luego estaba el hecho de la muerte repentina de él, ¿porqué un tipo como así iba a suicidarse sin dar ningún tipo de señal? ¿Cómo era posible que Amalia no tuviese idea de que algo así podía pasar? Todos estos motivos, y el morbo casi intrínseco que compartía con la mayoría de sus colegas lo empujaban a seguir averiguando más. Pero no tenía idea como.
Se preparó un café cargado y comenzó a revolver las cartas con una mano, distraído. Tomó una cualquiera y la leyó. Era la carta del 5 de noviembre. Ahí mencionaba a un escritor que vivía en Argentina. Aquello le dio una idea, tomó el papel y se dirigió al teléfono. Unos minutos después ya tenía su próximo paso a seguir: un buen amigo le consiguió la dirección de Juan Pablo Cárcamo y le aseguró que lo recibiría. No tenía idea que le preguntaría, ni con qué excusa podía llegar. Pero no importaba, si no se arriesgaba, no cruzaría el río. Ni podría volver a dormir. Cerró la puerta y salió silbando, sin imaginar ni por un segundo lo que le esperaba.
VII

Aún cuando en ese momento Amalia había agotado todas sus posibilidades, la depresión no vino enseguida. Sucedió bastante más tarde; el sol se encontraba en un punto lo suficientemente alto como para que el calor se colase a través del poliéster de su ropa, y el sudor descendía por su frente pesarosamente, nublándole la vista. Aquello fue el detonante para que la nostalgia y la soledad que había logrado esquivar se volviesen una realidad ineludible, un hecho consumado, se vio embestida por la sensación de que el globo terráqueo se descentraba y rodaba sobre su cabeza, inoculando todo animalmente.
Su búsqueda había sido absolutamente infructífera. Recorrió todos los lugares que recordaba: el puesto, la casa de Víctor, en la feria cercana, pero nada. Nadie sabía de ellos, o al menos nadie quiso decirle. Aún así, en ese momento logró conservar la energía y el buen ánimo y se puso a caminar de vuelta para retomar su investigación post mortem. Le costó elegir su próximo destino, entre su constante indecisión y la infinitud de posibilidades aquello representaba una tarea difícil. Lo dejó al azar y terminó yendo al primer lugar que Jordi le presentó; la casa que compartió con su abuela y una nana a la cual profesaba un cariño intenso – a la que incluso llamaba mamá que se encontraba no muy lejos de allí. No fue entonces ni su fracaso al buscar a Víctor, ni la imagen de la casa de Jordi, lo que acabó por destruirla. Su ánimo, hasta entonces intacto, decayó por causa de un hecho mucho más inofensivo, inesperado – como a él le hubiese gustado – y fue que dentro de su cerebro se filtró una conversación que había tenido con Jordi, justamente sobre la muerte. No me gusta hablar de la muerte, le había dicho ella, pero quiero explicarte algo, es algo que pensé el otro día, y no quería saberlo porque detestaba los funerales y el dolor y él había insistido, pero tienes que escucharlo porque es importante. Amalia, recordaba su rostro impaciente pronunciando su nombre; no le puedes tener miedo a lo predecible, ahí no está el peligro, no seas ingenua. La muerte es mucho más inteligente, es hábil; no va a aparecer entre fatuidad y ceremonia, no se sufre donde todo el mundo cree. Escúchame bien; los funerales son un teatro, actrices y actores jugando a llorar. Sí, yo si sé que lloran de verdad, pero lo hacen insertos dentro de un montaje. Si observas bien, te vas a dar cuenta que lo que ocurre es que se fuerzan una y otra vez a recordar momentos con el difunto, sus rostros crispados por el esfuerzo, el ceño fruncido, están pensando, están llenando su mente con el pasado. Pero es una recreación, el cajón y las misas son un invento, nada de eso sucede en la vida cotidiana. Sí, duele, pero es plástico, inventado, a eso no debemos tenerle miedo, porque es factible reconstruir esa escena en nuestra cabeza mucho antes de que la muerte ocurra, es posible, al fin y al cabo, prepararse para ello. Para Jordi, que la había obligado a colarse en un funeral de alguien a quien no conocía solo para analizar las supuestas máscaras de los supuestos actrices y actores, el verdadero dolor era posible solo de observar en la cotidianidad, cuando uno sale a la calle; estoy seguro de que cuando vas al metro - al menos en la época en que tu amor por mí era bastante romántico - levantas la vista de vez en cuando, en las estaciones en las que crees que puedo aparecer de improviso, y observas si te encuentras por casualidad con mi silueta. Imagínate ahora que nunca más, escucha bien, nunca más puedes encontrarle algo útil a este gesto, de aquí hasta que te toque tu propio entierro, levantar la cabeza en el metro para buscarme se convierte en un desperdicio, una estupidez. ¿No es aquello infinitamente más doloroso que una foto mía en el escritorio de tu pieza? O si quieres contarme una broma que yo hubiera gozado y no puedes escuchar mi risa, o si revisas el buzón y te das cuenta de que nunca más, tampoco, nunca más, una carta mía puede llenarlo, ¿No es eso una puñalada mucho más potente y dolorosa que un par de camisas mal dobladas? No te rías Amalia, estoy hablando enserio, la clave está en que uno puede imaginarse un número limitado de situaciones en que el recuerdo del otro vendrá a atormentarte, pero no el mundo entero, y cuando uno pierde a alguien, el mundo entero es una posibilidad sorpresiva para recordarlo. Ella se había reído, siguió riéndose. ¿Cómo pudo haberse reído? Huérfano insoportable, pura melancolía barata, creía haberle dicho. Y entonces los ojos tristes de él suavizándose también hasta la risa, porque Jordi se alegraba insólitamente con sus ironías y desprecios. Ahora la imagen y la voz de él, grave, hipnótica, se colaban de a poco y le obnubilaban la vista, el ánimo, la lucidez; él tenía razón, tenías razón, como siempre, lo doloroso es lo incalculable, lo impredecible, como esa imagen de él hablándole de la muerte, esa imagen que la atacó de pronto y sin aviso. En la micro, tal y como a él le hubiera gustado.
Producto de la irónica evocación fue que llegó a la antigua casa con los ojos rojos y el pecho destrozado, en su rostro retratada la frustración y la incertidumbre, con la sensación de que se encontraba más sola que nunca. Tal fue su pesadumbre que no se preocupó de tocar el timbre, ni de comprobar que el viejo hogar estuviese vació, abrió la reja y arrastró los pies, su mente se encontraba todavía deambulando entre cementerios y el cuerpo solo funcionaba con automatismos. El sentido común, como un reloj descompuesto, no le advirtió de la imprudencia que estaba cometiendo, pero sí lo hizo una voz aguda que la sacó de sus cavilaciones. ¿Qué quieres? ¿Qué quiero? Repitió para sí misma, hasta que se dio cuenta de que la voz no venía de su cabeza sino de una delgada mujer, que se encontraba frente a ella cargando un niño en brazos y que la miraba con recelo. ¿Quién eres? ¿Cómo entraste? Amalia levantó las manos en son de paz, luego extendió una de forma amigable y se la estrechó a aquella mujer con cuerpo de niña. Mi nombre es Amalia, disculpa que haya entrado así… esta casa es de mi antiguo novio, Jordi, bueno vivía acá hace muchos años, ya no porque está muerto… En fin, fue una estupidez pensar que estaría desocupada… pero ya me voy, se dio la vuelta decidida a marcharse cuando de pronto escuchó; creí que serías más bonita. Se dio vuelta despacio, ¿perdón? Soy Marcela. ¿La hermana? No podía creerlo. ¿Amalia? Sí. Escuché de ti, hace un tiempo… anda, pasa, pasa, conversemos adentro. Mientras entraban a la casa, el niño, que se veía grande al lado de aquella diminuta mujer hasta el punto de parecer ridículo en sus brazos, se puso a berrear furiosamente, a lo que ella respondió con un golpe en los labios que hizo que Amalia se estremeciera completa. Una vez dentro, Marcela fue directo a la cocina, dejó al niño en el suelo, y cerró la puerta detrás de ellos. Amalia avanzó tímidamente hacia el living, y se puso a mirar el techo fijamente, negándose a observar fotografías o el amoblado. Todo estaba exactamente igual a la última vez que había venido – aunque muchísimo más desordenado y sucio – y aquello le revolvía el estómago. Se abrió la puerta de la cocina bruscamente y apareció ella, ahora sola y con una bandeja con dos tazas de té y un pan seco. Dejó todo en la mesita de centro y se sentó, mientras tomaba el pan y una taza. ¿Te gusta el té? Amalia asintió y ocupó la otra silla vacía, mientras tomaba la taza sin mirar a su anfitriona. Pronto la voz chillona habló de nuevo; perdona por lo que dije antes, fue descortés de mi parte. Amalia le sonrió - no te preocupes. Su sonrisa era honesta, estaba acostumbrada.
Estuvieron largo rato mirándose la una a la otra, analizándose en una batalla silenciosa pero trascendental. En los ojos de Amalia había desconcierto y curiosidad, como si observase a un familiar carcomido por la distancia, que en algún tiempo fue real pero ahora pertenecía a la mitología del árbol genealógico. Una de las dos fue la que habló primero, no importa cuál, sobre la historia que ese día las reunía, la ignorancia común acerca de la presencia de la otra - al menos en esa casa, durante ese día - y la atemporalidad que las cruzaba, porque habían compartido antes, aunque era primera vez que se veían. Claramente, ninguna entendía de logicismos. Tampoco sabían como aquel hombre, ahora muerto, permitió que lo amaran tan intrincadamente, de esa forma absolutamente irracional. Hablaron pero no se dijeron nada de eso, hablaron de eso sin duda pero no se lo dijeron, en cambio intercambiaron historias y anécdotas irrelevantes, sobre lo que había compartido la una y la otra cuando les tocó, explicaron y describieron a aquel Jordi de los 5 años y de los 20, se rieron y lloraron en una hora y media, más o menos, y después Amalia le preguntó a Marcela que porqué había dejado de ver a su hermano durante tanto tiempo. No sé, no sé Amalia, estaba dolida supongo, y me fui cuando tuve oportunidad, apenas cumplí los 18… Por ese entonces Jordi tenía apenas 8 años. ¿Y no te arrepientes de no haber podido verlo ahora de adulto, antes de su muerte? Marcela se quedó en silencio un momento. Si nos vimos. ¿Se vieron? ¿No te dijo? Sí, nos vimos, llevábamos al menos 5 o 4 meses viéndonos antes de su muerte, yo volví y lo busqué, y salíamos a veces, a tomar helados o a fumar, pero salíamos, y me hablaba mucho de ti. Estaba muy enamorado, muy, desde siempre, desde que se conocieron. Por eso, por la recurrencia de tu nombre en nuestras conversaciones, supuse que tú estabas al tanto de mis visitas.
Pero no lo estaba, no lo estaba y después de aquello todo fue más tenso. Los minutos avanzaban lento y la incomodidad se esparció por la habitación, porque una había herido a la otra sin proponérselo, y no se conocían lo suficiente como para que alguna palabra pudiese repararlo. Amalia, por una parte, pensaba como finalmente siempre se vio distanciada de Jordi por su misticismo, el ostracismo bajo el que se protegía y que dejaba un lado encubierto que le impedía conocerlo, y el dolor que eso le causaba se reavivaba continuamente al enterarse de sus mentiras. Marcela, por otro lado, comenzó a pensar en su propio hijo, Jordi, esperando que el nombre que había decidido ponerle no trajera consigo alguna especie de maldición familiar, que causara que resultase ser igual de extraño que su hermano. Pensando en él fue que terminó por decidir que era hora de alimentarlo, así que se paró y dejó a Amalia sola con sus pensamientos. Ella se paró de todas formas y la siguió, cruzando el living justo para toparse con el pequeño que venía corriendo llamando a su madre. Lo ayudó a levantarse mientras le acariciaba la cabeza. Sintió un poco de lástima pensando lo que aquel niño debía tener que aguantar; los golpes de su madre, un padre alcohólico y los genes de su tío en su cuerpo. Lo besó en la coronilla y lo dejó en el suelo, mientras salía por la puerta sin despedirse. Aquella mujer y su encuentro le dejaron un malestar en el estómago que cesó recién después de una o dos cuadras, justo cuando se dio cuenta de que no había preguntado nada sobre la muerte de Jordi.
Aquel dolor de estómago no volvió a molestarla en un buen rato. Ciertamente, no la acompañó de vuelta al centro, tampoco apareció cuando se sentó a esperar que apareciera Víctor, frente a su casa, ni cuando susurraba su nombre despacio en la vereda. Sí lo sintió de nuevo cuando la vecina de Víctor, a quien recordaba perfectamente, le gritó de forma descontrolada que se fuera de allí y que no volviera, o después, cuando se obligó a caminar al edificio de Jordi, donde vivió hasta el día de su muerte. El dolor estuvo ahí, atormentándola cuando subió las escaleras; también cuando abrió la puerta con la llave que aún tenía, cuando se encontró con un departamento lleno de sus cosas, exactamente igual al día en que Jordi murió. Pero se hizo aún más intenso cuando se dio cuenta de que recordaba cada detalle de ese lugar, todos los rincones, aunque ella no había estado ahí aquel día, y no se suponía que tuviera memoria alguna de la escena de su muerte. Justo después de aquel pensamiento, su cabeza, presa de zumbidos espasmódicos, giró hacia la ventana y capturó la imagen de Jordi cayendo por ella, como si lo hubiese visto, como si hubiese estado presente aquel día en que decidió tirarse. Sólo que ahora, en su visión, Jordi no se estaba tirando, sino que se caía, alguien lo empujaba y él caía inocentemente por la ventana. Se sentó echa un ovillo, tiritando, intentando que las insurrectas apariciones cobraran forma en su cerebro y construyeran una explicación loable. En cambio, obtuvo más sufrimiento. El dolor que sentía en el estómago comenzó a propagarse, despacio, casi imperceptiblemente. Es más, se dio cuenta porque al principio estaba segura que lo que le dolía era, justamente, el estómago, pero después comenzó a dudar. De pronto la boca del esófago era lo que le apretaba horriblemente, luego el páncreas; algo subía y bajaba dentro de su cuerpo y se volvió imposible identificarlo. Se levantó, sintiéndose atravesada por una energía, inflamable como el vómito, algo que ahora quería salir a través de su garganta. Probó poniendo la cabeza en dirección al suelo, pero lo que pasó fue que de pronto ya no fue su estómago ni su cuerpo, era su cerebro, la cabeza y las sienes que crujían. Alguien caminaba dentro de ellas. Se asustó, sentía pasos, pisadas avanzando de forma apremiante, aplastando cada milímetro, el córtex, los ganglios, el hipotálamo, el cerebelo. Se cogió las manos, sudadas y nerviosas, intentando convencerse de que era imposible que hubiese un ser humano dentro de su cerebro, pero se contradecía la certeza con el rugir de su frente, desgarrada una y otra vez por algo que le era ajeno. El ser en su cabeza se puso de pie y caminó aún más cómodo dentro de ella, estirándose en todas las esquinas, hasta que pudo ver su largo cabello y sus pies delgados, era una mujer. La extraña mujer ahora se dirigía a sus recuerdos, como fotos de un álbum ajado, cogía una a una sus imágenes; las de su infancia junto a sus padres, los días con Jordi, cuando éste le presentó a Ema y Alejandro, sus mejores amigos, o a Lanus, su primo favorito, quien se bañaba desnudo junto a ella, sus días como vendedora, Jordi jugando con los hijos de la vecina, a los que adoraba. Una serie de recuerdos, tan irrisorios como atemorizantes, y la mujer dentro de su cerebro rompiéndolo todo sin piedad. El inhóspito huésped ahora sacó un nuevo álbum de fotografías, y de él salían cosas que no recordaba. Su propia figura caminando por Buenos Aires de la mano de Jordi, éste entregándole un libro, ella abriéndolo, dentro se leía “Para María, mi amor, porque tarde es mejor que nunca”. ¿Quién era María? No podían ser sus recuerdos, no se tenía memoria de nada, pero se veía a ella, era su cuerpo sus manos, su Jordi. Otra fotografía, ella en un almacén muy antiguo, risas a su alrededor, una mujer vieja, anciana, hablándole de culos, ¿De dónde conocía a esa mujer? La había visto en algún otro lado. Con tequilas, claro, era la mujer del bar. El dolor la ahogaba tan fuerte que creía que las venas iban a estallarle. Luego la mujer dentro de su cerebro se puso a hablarle, primero con susurros y después gritando, algo sobre lo inútil que era su vida. Tal vez la todos, le dijo, pero la de ella más. Ella se veía todo el tiempo, no se preocupaba de nadie, no vivía mirando hacia afuera, sino mirando hacia adentro. Probablemente nunca conoció a Jordi, nunca supo nada de él, al menos lo importante, porque si lo hubiese sabido, él no se habría matado. En vez de mirar la vida, los pájaros, el verde de la hierba, ella analizaba sus propias inquietudes, sus necesidades; por eso no recordaba nunca de qué color eran las rosas, o porque calle andaba. Jordi era igual. Por eso duraron tanto, quizá, vivir mirándose a sí mismo, no había mucho que perder. Con un alivio impreciso, ese que se sienta al descubrir la verdad, Amalia sintió como se desprendía lentamente de sus emociones, como los impresionistas, socavando frente a un lienzo sus temores. Bastó un segundo para que su mente, agotada, se dejase llevar, y casi sin temor sintió la tan temida explosión y la sangre fluyendo por cada poro de su cuerpo, hasta que de pronto ya no pudo pensar nada más y cayo desvanecida sobre el suelo.
VIII

No pasaron ni diez minutos desde que Mauricio se sentó en el cómodo sofá que le ofreció Juan Pablo Cárcamo, hasta que se enteró de una serie de detalles lo suficientemente personales de la vida del escritor como para que comenzase a cabecear. Se enteró de que vivía solo, exceptuando únicamente por un gato de angora, una mucama que lo visitaba dos veces a la semana, y una madre menopáusica que viajaba los últimos sábados del mes desde Chile, y era la responsable del par de canas que poseía, a sus cortos 35 años. No tenía hijos, ni los quería, y disfrutaba de una copa de vino blanco todas las noches, era su único lujo. Eso sí, y a pesar de que estaba muy a gusto hablando de sí mismo, cuando Cárcamo se dio cuenta de que su amable huésped estaba a punto de perderse las mejores partes de su autobiografía, decidió hacerle un favor y amenizar la conversación. Le contó que era chileno radicado en Argentina – otro más – y escribía para el periódico local una columna llamada La Gaceta, en donde informaba cada una semana, más menos, las últimas novedades literarias del viejo continente, específicamente de España; comentaba libros, editoriales, publicaciones, premios, lo que correspondiese. Tenía un posgrado en literatura Española contemporánea, cuyo certificado suplía en la muralla las fotos de posibles amigos, colegas, conocidos (tenía muchísimos, según confesó la misma boca de Cárcamo, pero ninguno tan cercano como para merecer una foto) y no le gustaba ni Neruda ni Vargas Llosa, aunque presentía que ambos compartirían el nobel. Gutiérrez, un poco más despierto debido al giro literario que había adquirido la conversación, sonrió con las explicaciones y asintió cuando era propicio, hasta que su contertulio hizo una pausa para respirar y aprovechó entonces para plantearle el motivo de su visita
- Bueno como supondrá vine aquí por un motivo… Es sobre Jordi González.
- Sí, sí, Patricio algo me dijo cuando me llamó para preguntarme si accedía a su visita. Mi buen amigo, ahora está muerto, lo apreciaba, no te creas, lo echo de menos de tanto en tanto… ¿Qué pasa con él? ¿Quiere discutir algún asunto literario?
Mauricio se revolvió en su silla un tanto incómodo.
- No, no, es algo personal más bien, la situación es un poco extraña, pero todo tiene una buena explicación, en realidad la tiene…
Juan Pablo se echó a reír y le golpeó el hombro con suavidad, relájese hombre - le dijo entre risas – cuénteme que es lo que paso.
- Verá, esto es un asunto complejo, tiene relación con mi carrera profesional, soy psicólogo, hace un tiempo que atiendo, atendía, a la musa inspiradora de González
- ¿Amalia?
- Esa misma, y tuve algunos problemas con ella, problemas no, pero sufría mucho y tenía una historia muy complicada. Me contaba algunos detalles, otros no, de su relación, y bueno Juan Pablo, para que le voy a mentir, ella estaba muy mal y yo estaba intrigado, así que me puse a averiguar algunas cosas… que se le va a hacer. Entretanto este Jordi murió y yo me quedé con muchas dudas, dudas ya ve, existenciales, pero que también atraviesan mi profesión… por eso me encuentro hace ya muchas, demasiadas, semanas, sin poder dormir y buscando información para poder entender… por eso acudí a usted.
- Bueno, menos mal que nunca me han gustado los psicólogos, ¿es que hoy en día no se puede confiar en nadie? No mentira, es broma hombre no se aflija, estoy bromeando. Yo lo entiendo, de verdad, usted es un artista por naturaleza, un curioso, y le digo, si no hubiera curiosidad, no habrían grandes hombres. Así pues, si es la raíz de la genialidad de la mente. ¿Qué le puedo contar de Jordi? A ver si le ayudo a descifrar su misterio Señor Poirot. Mi amigo, que en paz descanse, era un hombre… apasionado, sí, eso mismo, se entregaba siempre de una forma incomparable a todo lo que hacía, no conocí nunca a nadie con ese temple. Pero sabe usted algo interesante, su entrega siempre fue más racional que del estómago, era decidido, más que apasionado, si olvide la otra palabra, era muy decidido y siempre que se quería algo estaba horas y horas, días, años, intentando alcanzarlo. Pero era medio arisco, introvertido, nunca hablamos muchas intimidades y puedo decirle a ciencia cierta que fui uno de sus pocos amigos en esta vida.
- ¿Y qué sabe respecto de su familia, sus círculos más íntimo?
- De su familia no sé mucho, tiene una hermana que dejó de vivir con él cuando tenía apenas 8 años, que volvió hace no mucho a Santiago, según me escribió en una carta algo antes de morir. De sus amigos, sé que compartía con un par de jóvenes. Ema, que estudiaba matemáticas y Alejandro, su novio, que conocieron a Jordi en un concierto de piano, sino me equivoco. También estaba Lanus, su primo, algunos años menor. Amalia, que fue el amor de su vida indudablemente. Pero mire si tengo que ser honesto… hacían una pareja extraña, es que Jordi sí era medio loco, creo que la engañaba, hace no mucho tiempo eso sí, pero al parecer algunos meses o más.
- ¿La engañaba, a Amalia?
- Sí, bueno no es nada confirmado, esa impresión me dio a mí, porque me mandó un libro hace algunos meses, rogándome extrema confidencialidad, que no se lo mostrara a nadie a menos que alguien me pidiese ayuda. No entendí mucho la verdad, pero mire aquí lo tengo, se lo muestro. Se paró y desapareció tras la puerta, volviendo apenas unos segundos después con un libro color rojo
- Este es el libro de cuentos de Jordi, mire, acérquese, hojéelo.
Mauricio lo recorrió de a poco, y cuando iba a devolverlo se fijó en que la segunda página tenía escrito con lápiz permanente:
" Para María, mi amor, por que es mejor tarde que nunca"
Sorprendido, pregunto con suspicacia
- ¿Seguro que esto le llegó hace poco?
- Sí, segurísimo, por eso le digo que Jordi algo de loco tenía, a mí no me sorprendió tanto que se matase, nunca fue, lo que se dice “normal”, ya ve, aunque le juraba amor eterno a la chica y llevaban como 10 años, va y me manda ese libro.
- A mí también me intriga la situación, es muy extraño todo, ¿Y usted conocía o sabía algo de esta tal María
- No, no, nada, como le dije, el libro me llego de la nada. Nunca conocí a la tal María
- Oiga Juan Pablo, una última pregunta… ¿Cómo se conocieron ustedes?
- Bueno, yo soy un poco mayor que Jordi, y nos vimos por primera vez en una cátedra sobre Bolaño, ahí nos hicimos bien amigos, hasta que yo me vine, y ya no nos volvimos a ver.
Mauricio asintió pensativo. De pronto recordó el motivo por el cual descubrió la existencia de Cárcamo, y se dio cuenta de que algunos detalles no calzaban:
- Me dijo que nunca se volvieron a ver desde que dejó Santiago
- Así mismo, no volvimos a encontrarnos desde ese entonces. Es comprensible, el con sus cosas, yo con las mías, no es que dejáramos de ser amigos, pero… bueno, ahora que recuerdo, hubo una ocasión en que quedó de venir a verme, una mañana, para ayudarme con una conferencia, nos íbamos a juntar en Corrientes, estoy casi seguro, pero nunca llegó
- ¿Nunca llegó? ¿Y no le avisó nada?
- No, no, efectivamente nunca llegamos a vernos, yo lo esperé un buen rato pero no lo encontré. Primero me enojé muchísimo, claro, necesitaba su ayuda. Pero después me conseguí otro escritor y me olvidé del tema, un despiste mío, nunca le pregunté qué sucedió Se tocó la barba pensativo un momento, decidiendo si debía insistir o no en el tema. Finalmente escogió desistir, y comprendió que ya no obtendría más información útil de su interlocutor, sobre todo si aseguraba no haber visto a Jordi desde que su separación. Se paró con rapidez, agradeciéndole toda la ayuda proporcionada, asegurándole, a pedido del mismo Cárcamo, que lo mantendría al tanto de cualquier novedad.
- Oiga hombre, no me involucre eso sí en ninguna cosa truculenta, yo no quiero problemas y tengo una reputación que cuidar…
Mauricio lo tranquilizó, nadie se enteraría de la conversación ni de ningún otro detalle de la vida de González. Se despidió con un abrazo, que tuvo bastante efusividad por parte del escritor, y estaba a punto de cruzar la puerta cuando escuchó:
- Una última cosa, Gutiérrez… Dígame, ¿Por qué tiene tanto interés en todo esto? Yo sé, está bien sentir curiosidad, pero no deja de llamarme la atención su búsqueda tan intensa… ¿Qué puede ganar con desentrañar esta historia?
- Bueno estimado, no se trata de ganancia… Después de un breve silencio, continuó: Sabe, cuando recién comenzaba a estudiar psicología, vi una película, no tenía mucha relación con la profesión, pero recuerdo claramente que uno de los personajes afirmaba; “Todos en esta sociedad estamos locos, la diferencia está en que algunos ya han sido diagnosticados”. Ya ve, sin tomarme literal esta sentencia, algo de razón hay en ella; soy un convencido de que la locura no está lejos de los que buenamente nos llamamos cuerdos. Así que comprender esta historia es comprenderme más a mí mismo, a usted, a todos nosotros… No parece tan disparatado si lo piensa de esa forma ¿no?
Cárcamo no respondió nada, pero río con ganas, y cuando levantó la vista, había en ella un leve dejo de admiración. Más tarde, una vez que Gutiérrez se hubo ido definitivamente, se puso a pensar que aquel hombre le había caído bastante bien, y que si se hubiesen conocido antes y las circunstancias de la vida hubiesen sido distintas, tal vez incluso podría haber llegado a merecer una foto en su pared.
Mauricio en cambio, cuando dejó atrás la pintoresca casita del escritor, iba pensando en algo muy distinto. En su cabeza se acumulaba tanta información inconexa, que le costaba ordenarse. Primero, ¿Por qué Jordi enviaba cartas tan incoherentes a Amalia? Segundo, ¿Por qué firmaba un libro con una dedicatoria para “María”, si supuestamente, la única mujer, en su vida era ella? ¿Realmente se había suicidado? Y si era así, ¿Por qué lo hizo?
Además estaba la supuesta reunión con Cárcamo que nunca se había concretado… esto no era tan sospechoso, podría haber tenido algún imprevisto de último minuto… pero, ¿porqué no aviso nada, ni lo volvió a buscar? ¿Estaría mintiendo Juan Pablo?
Una buena explicación para todo sería que Jordi efectivamente estaba medio loco, desequilibrado, pero para él como psicólogo una respuesta del tipo nunca era suficiente. Si tenía una patología, ¿Cuál era? ¿Narcisismo exacerbado? ¿Algún grado de esquizofrenia? ¿Era posible que esto sucediese sin que su novia se enterase? Creía que no. Además su instinto le seguía advirtiendo que el tipo no estaba loco.
Iba caminando tan concentrado que no se dio cuenta como terminó en una callecita oscura. Levantó la vista sorprendido, miró hacia todos lados y se dio vuelta para irse, pero antes decidió pasar por un viejo almacén que había en la esquina. Entró y se arrepintió de inmediato; en el sucio lugar no había nada más que algunas latas y cajas de leche en polvo, estaba casi vacío. Estaba a punto de retirarse cuando de pronto se topó de frente, cerca de la caja, con un gran cuadro lleno de fotos. Aquello le pareció gracioso, un almacén así de descuidado se preocupaba de honrar bien a sus empleados. Salió por la única puerta, y al salir se dio vuelta para observar el nombre del almacén; “Buen Tango”. Se detuvo un segundo. Primero pensó que lo que lo hizo detenerse fue lo extraño que era para un almacén aquel nombre, pero luego sintió que aquello no era el problema. Buen Tango, ¿Dónde había visto ese nombre? Estaba seguro de que lo había leído en algún lado. Entró nuevamente, intrigado, y un instinto extraño lo obligó a acercarse nuevamente a las fotos. Sin saber lo que buscaba, las recorrió una por una, hasta que de pronto una llamó su atención. Ahí entre todos los empleados, se encontraba una estática Amalia, con la sonrisa congelada. Pero lo que llamó su atención no fue eso, sino que bajo su foto rezaba:
“ María Teresa López”
26 de Julio de 1973
¿Qué significaba eso? ¿Quién era ella? Amalia no tenía hermanas de su edad, ni medias hermanas. ¿Existiría alguna melliza que ella no conocía? ¿O no había querido decírselo? ¿Y por qué le sonaba tanto esa fecha? 26 de Julio. No era por los cubanos. ¿Y el nombre, “Buen Tango”?
Se acercó a una señora de bastante edad que se encontraba ordenando las conservas, y le preguntó con cautela:
- Buenos días, buenas tardes señora, mi nombre es Mauricio, disculpe que la moleste… pero tengo mucha curiosidad de saber quién es esta chica que sale en la foto del fondo, “María Teresa”, se parece a una conocida mía… ¿Sabe usted quién es?
La anciana pareció ponerse muy contenta de tener una excusa para interrumpir su tedioso trabajo, así que le sonrió efusivamente y comenzó a hablar.
Media hora después, Mauricio ya tenía una corazonada, una suposición bastante arriesgada, de lo que estaba sucediendo. La señora del almacén no paró de hablarle durante toda la media hora de la chica, Tere, que era Chilena, muy despistada. Se la había encontrado en un bar, hac no mucho y no la reconoció, o no quiso hablar con ella, pero se fue al baño y al parecer nunca volvió. Su jefe estaba enamorada de ella, por eso la había contratado y no la despedía a pesar de que la tal Tere apenas si aparecía por el almacén, iba cuando quería. (La única que la ponía en su lugar era mujer llamada “Helga”, pero al parecer ella no le tenía miedo). La última vez que la había visto había sido hace ya muchos días, había desaparecido. El jefe la había mandado a preguntar por ella, a la dirección que dejó como referencia, pero cuando fue a buscarla, una tal Irene le dijo que allí no vivía ninguna María Teresa. Y eso era todo lo que sabía.
Mauricio salió corriendo de almacén – no sin darle a la anciana un beso de despedida, lo que la dejó con una sonrisa bastante amplia – en dirección a su casa. En su cabeza solo tenía un pensamiento: revisar las cartas de Jordi. Cuando llegó, hizo esto último; hojeó una a una la correspondencia rápidamente, nervioso. De pronto encontró aquello que buscaba: una de las cartas que primero había llamado su atención era aquella en que González le relataba a Amalia la muerte de su abuela con detalle. Siguió leyendo una a una las líneas, hasta que de pronto lo vio: 26 de Julio. Contó cada una de las veces en que Jordi mencionaba esa fecha: en total 18 en toda la carta. Tomó el resto y siguió revolviéndolas hasta tomar otra: una en que Jordi narraba un cuento infantil, algo que le pareció bastante estúpido la primera vez. Sin embargo, ahora fue otra cosa lo que llamó su atención: la combinación de palabras “Buen Tango” aparecía 12 veces. La corazonada fue cobrando fuerza dentro de su pecho; por más de 20 minutos estuvo leyendo, recabando información sobre lo que creía, hasta que al final no le cupo casi ninguna duda. Se dejó caer sobre la silla, derrotado por el cansancio. El alivio que sentía por haber encontrado la respuesta de sus desvelos duró solo medio minuto, hasta que cayó en la cuenta de que si se encontraba en lo cierto – y estaba seguro de que así era – tenía que avisar a Amalia inmediatamente.
Llamó a su consulta, que para variar había dejado, y le dijo a su secretaria que por favor le avisara si tenía cualquier noticia de la paciente Amalia Lebert. Daba lo mismo la hora, el día, o lo que fuera, pero que no perdiera el contacto. Luego confirmó si había dejado alguna residencia, algún número, o si había dicho algo cuando canceló las citas. Nada, solo un número de teléfono que daba apagado. Se durmió ofuscado, y a primera hora del día siguiente volvió al almacén, donde buscó a la anciana, que por supuesto se acordaba de él, y que estuvo gustosa de darle la dirección donde fue a visitar a María Teresa. Cuando llegó allá, se encontró el mismo con la tal Irene, a la que le explicó que era el psicólogo de Amalia, que necesitaba hablar urgente con ella, por algo de la terapia, le preguntó si la había visto. Ella le confesó que había desaparecido hace ya varios días, y no habían sabido nada de ella. Tampoco tenían como ubicarla. Se despidió, angustiado, asegurándose también de que le avisarían cuando tuvieran cualquier noticia.
Algunos días después, sin haber tenido noticia alguna de su antigua paciente, Mauricio se encontraba en su casa, acostado, dándose vueltas en la cama intentando dormir sin obtener resultados. Diez minutos más tarde, cuando sentía por fin que estaba muy cerca de pasar desde el sopor a ese otro estado de real inconsciencia, escuchó un impaciente llamado del timbre. Se removió inquieto, seguro de que no podía tener tanta mala suerte, y que debía ser simplemente el sueño quien jugaba con su mente a esas altas horas de la madrugada. Pero luego un segundo timbrazo lo despertó definitivamente, por lo que se paró somnoliento y caminó hacia la puerta para ver quién era.
Veinte minutos más tarde, el único pensamiento que llenaba su cabeza, era una anécdota que alguna vez había escuchado. Un hombre venía recién llegando del dentista, atormentado por un dolor de muelas. Estaba profundamente acongojado, hasta que se le ocurrió coger una plancha encendida y con ella tocarse el hombro. Después de aquello, se olvidó por completo de la muela. Mauricio, apenas media hora más tarde desde que el timbrazo le quitara el único intento fructífero de dormir que había tenido las últimas semanas, se dio cuenta de que aquella anécdota realmente era una metáfora muy sabia. Los dos policías que lo despertaron a las 3 de la mañana para indicarle que estaba siendo arrestado por ser el único sospechoso del homicidio de la señorita Amalia Lebert, efectivamente lograron que se olvidara de los problemas que había tenido para descifrar el caso. Y de paso, consiguieron que dejara de preocuparse por el maldito insomnio.
IX
Al parecer, el responsable fue Juan Pablo Cárcamo. Eso fue lo que le informó su abogado, quién llegó al día siguiente para ayudarlo a afrontar las acusaciones. Los mismos policías que se hacían cargo del caso de Jordi, fueron a buscarlo una mañana, informándole que desde Santiago los habían contactado para informarles que la antes novia del joven escritor, había sido encontrada muerta en el departamento que este poseía en Chile, y al ser él, Juan Pablo amigo más cercano que tenía en argentina, fueron a pedirle información.
- El tipo entró en pánico, que se yo, contó todo a la policía, que usted estaba haciendo una investigación sobre ese Jordi, y que fuiste a pedirle ayuda… Che, ¿Por qué hace esas cosas? Está en un gran problema, amigo mío.
Mauricio insistió que sus intereses eran meramente profesionales, cosa que el abogado le aseguró utilizaría como argumento para su defensa. Sin embargo, la situación era compleja, porque aún no estaba completa la autopsia, y sin la fecha exacta de la muerte no podían buscar la coartada. Además, considerando que Gutiérrez vivía solo, y últimamente visitaba poco y nada su consulta, no tenía muchos testigos que pudiesen ayudarlo.
- Pero no se desespere hombre, haré hasta lo imposible por sacarlo de acá.
La promesa del abogado lo siguió como un halo de esperanza fuera del sector de visitas, hasta muy lejos de la penitenciaría. Una vez que se quedó solo, Mauricio decidió que aquel estado de total impotencia, pero con un nuevo grado de información, era bastante más aceptable que la ignorancia en la que lo habían mantenido la noche anterior. A pesar del sinfín de ocasiones en que preguntó quién y por qué lo habían inculpado, no encontró más respuesta que los ronquidos de los gendarmes al otro lado de la celda. Ahora, al menos tenía algo de lo que atenerse.
Volvieron a encerrarlo, así que se puso a pensar como gastaría todo el tiempo libre que tenía por delante. La primera media hora la utilizó en calcular cómo haría para que Cárcamo pagara por su estupidez. Demandarlo por calumnia. O tal vez difamarlo públicamente. Sí, eso sería justo, él puso un buen bache en su carrera de psicólogo, así que debía desprestigiar su noble profesión de columnista. Acusarlo de pederastia. O de prostitución. Aún mejor; pederastia y prostitución. Pero aquello significaría estar un largo tiempo ocupado en los tribunales. Quizás lo retaría a duelo. Un duelo justo, con espadas traídas directamente de Estados Unidos. Y Cárcamo tendría que pagarlas. Se puso a reír al imaginarse con una espada en la mano intentando apuntarle al corazón de su contrincante, mientras éste no se movía de su lugar y sólo lo observaba tranquilamente, ya que la espada en la mano de Gutiérrez sería una imagen tan patética, que ni siquiera un enclenque como él se asustaría. Tal vez sería una mejor idea colarse en la casa de Cárcamo, durante la noche, y darle una paliza. Pillarlo desprevenido, así tendría más opciones de vencerlo.
La planificación de aquella improbable venganza, dio paso a un intenso desfile de ideas que iban llenado de a poco su cabeza. De las golpizas nocturnas pasó a llamadas telefónicas nocturnas, de las llamadas telefónicas nocturnas pasó a los cobros de las llamadas telefónicas, de los cobros de las llamadas telefónicas a las malas condiciones de las cárceles, a eso y a otras cosas más de las que el estado no se preocupaba. Luego comenzó a hacer comparaciones entre los políticos, chilenos y argentinos, polacos y rusos, belgas y alemanes, suizos y suecos, todas las combinaciones que se le ocurriesen. Se puso a nombrar capitales, 75 y se detuvo, después repasó las antiguas colonias, las tendencias políticas de los presidentes del mundo. Cuando ya no supo más de historia ni de política, siguió con la literatura, después con la ciencia (que no le tardó mucho porque apenas sabía de Copérnico y Galileo, y la revolución científica del heliocentrismo), y de nuevo a la literatura, repasando sus citas favoritas. Esa noche pensó de todo, menos de lo que tenía que pensar – seguramente porque había pasado casi todo el último mes preocupado de lo mismo – Amalia, sus posibles motivos para terminar en Santiago, el por qué la habían asesinado, etcétera. Así terminó por quedarse dormido.
Se despertó 10 horas después, sin saber donde estaba. Tardó solo unos segundos en recordar que aquella era la segunda noche que pasaba en una cárcel, reflexión que fue desplazada inmediatamente por la alegría de darse cuenta de que acababa de dormir una jornada completa sin perturbación alguna. Efectivamente, se sentía mucho más descansado. Pero su alegría se vio se vio bruscamente interrumpida por un enérgico ruido que provenía de fuera de la celda. Se paró intrigado, y casi cae al suelo, porque al mismo tiempo que él se acercaba a la reja para observar, un hombre era empujado con fuerza hacia adentro. No alcanzó a caer, pero se golpeó la mano izquierda violentamente. Ahogó un gemido de dolor, mientras agitaba el brazo intentando aminorar el dolor
- ¿Se encuentra bien?
El hombre que acaba de ser, literalmente, lanzado dentro de su celda, se hallaba ahora a pocos centímetros de él, mirándolo con cara de preocupación.
- Sí hombre, no es nada, más el susto que otra cosa, ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
- Jorge Padua, mucho gusto
Mauricio extendió su mano, la sana, y se sentó en el suelo para dejarle al recién llegado la única silla de la celda. Le sonrió, y luego de un silencio incómodo preguntó:
- ¿Y usted qué hace acá? ¿De qué lo acusan?

El extraño se revolvió en el asiento, y se rascó la cabeza:

- ¿La verdad? De violación… No se lo digo con orgullo precisamente, pero, para que le voy a mentir.
- No lo voy a juzgar amigo, no se preocupe, yo mismo estoy aquí acusado de homicidio.
Padua se echó a reir, con una risa que a Mauricio le recordó a una hiena en celo.
- ¡ Pues hombre, casi me engaña! Era broma, yo no he violado a nadie, ¿No me creyó, verdad? Eso sí, le salió – ¿te puedo tutear?- te salió perfecto… casi me engañás.

Al ver el rostro inmutable de su acompañante, Padua dejó de reír inmediatamente.

- Che, ¿Era cierto? ¿Y no que nos ponían separados? Yo no he hecho nada grave, vos me tocás un pelo y yo te juro que afuera…
- Cálmate hombre, que no he hecho nada. Me acusaron, sí, pero yo no he matado a nadie.
- Ah, bueno, ya me lo parecía. Además tenés muy buena pinta para ser peligroso. Bien vestido, que se yo.
- Bueno pero no te fíes, los verdaderos psicópatas son muy buenos. Sobre todo porque con las apariencias se manejan perfecto.
Después del último comentario de Mauricio, la pieza se vio invadida por un silencio absoluto, Padua evitaba mirar a Gutierrez, quien a su vez lo miraba intensamente, para intentar continuar la conversación. Después de algo más de un minuto le dijo para que se calmara:
- Era una broma, disculpa, enserio no he hecho nada grave, estoy acá injustamente. ¿A ti de que te acusan?
- Pues… de violación
Padua se bajó el cierre del pantalón y luego comenzó a desabrocharse el primer botón, mientras Gutiérrez, al otro extremo, se paraba de un salto. Hijo de la gran puta, exclamó mientras se pegaba por completo a la pared, intentando recordar lo que alguna vez aprendió sobre defensa personal. Estaba a punto de lanzar el primer golpe – que probablemente hubiese sido erróneo, porque tenía los ojos cerrados – cuando de pronto escuchó ruidos de pasos al exterior. Padua se abrochó los pantalones y unos segundos después apareció el guardia.
- ¿Por qué tanto grito? Las niñitas aquí no duran nada. Vos, el de la esquina, abrí los ojos, estás fuera.

Mauricio no se movió

- Che, a vos te hablo, movete que no tengo todo el día
- ¿Yo? ¿Me voy?
- No, mi abuela muerta que la estoy viendo ahí en la esquina, claro que vos pelotudo, despedite de tu amiguita y nos vamos.
Avanzó rápidamente, pasando por el lado de Padua quién hizo el gesto de tirarle un beso. Se puso por delante del guardia de un salto, y al salir de la celda lo último que escuchó fue una risa de hiena absolutamente diabólica. Después de eso, un duelo de espadas sería lo más inocente que pensaría cuando se acordara de Cárcamo.
Cuando salió a la zona principal de la penitenciaría, se encontró con su abogado.
- ¡Mauricio, que alegría!
Le dio un abrazo que a Mauricio se le hizo más incómodo que festivo, pero que devolvió de todas formas.
- ¿Qué pasó? ¿Por qué tanta buena suerte? Explícame que no entiendo nada
- Está usted libre, definitivamente. Era el principal sospechoso, por culpa del idiota ese, el escritorcito de quinta, y eso era porque no había más información. Pero ahora la situación ha cambiado, estos días han estado registrando la casa de la chica, y mirá si no han encontrado una carta que a la pobre le destruyó la vida, pero te salvo la tuya
- ¿A qué te refieres?
- Vamos a un lugar más callado y te cuento todo
Luego de que hubo firmado unos papeles y tuvo sus cosas de vuelta, salió detrás del abogado, quien le propuso ir a un café que quedaba por ahí cerca. Esta idea a Mauricio no le agradó nada, porque le urgía alejarse rápida y definitivamente de aquel barrio, pero la curiosidad pudo más que la incomodidad, y finalmente accedió. Una vez que estuvieron instalados, con café servido y cigarros en una mesa del fondo de un sucio local, el abogado procedió a explicarle con más detalle la situación. Al parecer, cerca del lugar físico, dentro del departamento de Jordi, en que Amalia había sido encontrada muerta, encontraron una carta. Debido al contenido de la misma, las acusaciones hacia Gutierrez se volvían prácticamente infundadas.
- ¿Por qué? ¿Qué decía la carta?
- Léala usted mismo. Se la traje para que la leyera con calma. No estoy haciendo nada ilegal, después de todo, la carta es para usted.
- ¿Para mí?
- Así es. Yo la leí, me pidieron que la leyera. no crea que soy boludo, y ahí está clarito todo. Una historia muy rara, che. Pero bueno, lo importante es que usted está libre para volver a hacer sus cosas, puede ejercer sin ningún problema.
- Oiga ¡y eso fue todo? ¿Encontraron la carta y automáticamente decidieron que yo era inocente?
- Algo así, pasó que después de leer la carta, el fiscal decidió que Amalia no estaba sana mentalmente, era media desequilibrada que se yo, y cambiaron la causa de la muerte rápidamente a suicidio. Después hicieron pruebas dactilares a una caja vacía de pastillas, y ahí estaba la otra prueba. La autopsia también indicó muerte por sobredosis.
- ¿Y por qué no pudieron hacer todo eso antes de venir a joderme a mí?
- Bueno, no sé, así es la justicia, prefieren prevenir que lamentarse, los boludos esos. Si me pregunta a mi, yo creo que es una estupidez. Pero así es la cosa. Bueno amigo, lo dejo. Lea la carta y va a estar usted más tranquilo. Ya sabe, cualquier otra cosa que necesite, acá estamos. Después arreglamos mi pago, sí, sí, no se preocupe. Ahora descanse, relájese y disfrute ser un hombre libre. Adiós.
Le dejó la carta sobre la mesa, el dinero para el café y se despidió con un apretón de manos. Después se fue silbando, dejando a Mauricio sólo, con un abultado sobre. Dentro de él, cosa extraña, se encontraban dos cartas. Sacó la primera, que no tenía fecha ni dirección, y decía lo siguiente.
“Querido doctor:
Siento mucho estar escribiéndole en estos momentos. No sabe cuánto necesito estar con alguien ahora, tocar a algún ser humano, me siento totalmente indefensa, pero sé no es deber suyo cargar con esta aflicción. Aún así, es la única persona en la que puedo confiar, porque estoy plenamente segura de que sus intenciones siempre fueron las más honorables, y que realmente quería ayudarme. Lamento mucho que no haya podido hacerlo.
Me es muy extraña esta calma que siento ahora. Si me hubiera visto hace algunas horas usted sentiría lo mismo; estuve revolviendo la habitación en la que me encuentro como loca, con un desenfreno completamente vergonzoso. Pero ya me he tranquilizado.
No va a creer donde me encuentro. Estoy en la antigua casa de mi difunto novio, en Santiago. Me fui sin avisarle a nadie, no me gusta depender de la gente, eso creo que se lo conté en algún momento.... Me vine a buscar más información de Jordi, de su muerte, quería averiguar aquello que en mi disco duro no estaba completo, (y esta afirmación tómesela de la forma más literal posible)
¿Cómo podría explicarle lo que acabo de vivir, hace algunos momentos? Tal vez si usted escribe, o pinta, puede haber experimentado algo similar: en la cabeza tanto como en el pecho se acumulan miles de partículas, atómicas porciones angustia, felicidad, confusión, distintos sentimientos que viajan por cada una de las venas, las arterias, que sé yo, y se mueven como si quisieran salir expulsadas, pero algo les impide explotar y es la condición humana, para mí el sistema nervioso o la piel. Entonces, de pronto, sin previo aviso, todos los colores, toda la infinitud de ondas que el cerebro acumula, adquieren corporeidad dentro de uno. Esto dura un segundo, la lucidez es inmensa, es ahí cuando uno se siente realmente como un artista. Pero después de ese segundo, o menos, después de fracciones de segundo los impulsos ganan, y salen despedidas todas las emociones que pujaban de forma tan hostigosa. Finalmente uno, o al menos yo, pierde el conocimiento. Eso sucedió recién en mi interior... terminé por desmayarme, producto de la catarsis psíquica, si me permite llamarlo así. Me desperté mucho después, y lo único que tenía claro era que tenía que seguir buscando algo, alguna pista que me ayudara a ordenarme, y a la vez a entender más la muerte de Jordi.
Lo que pasó a continuación no sé si es mucha suerte o una extraña maldición, pero tuve la oportunidad de encontrarme con una carta, que usted podría creer me destruiría por completo. Pero no fue así, extrañamente sigo aquí, tranquila y segura, escribiéndole. Tal vez sea el alivio que se siente al descifrar las encrucijadas, el conocimiento de la verdad es a veces tan satisfactorio que impide que caigamos en desgracia producto de los descubrimientos. Bueno, creo que para usted esta carta será sumamente desconcertante, pero es necesario que la lea para que pueda entenderme, así que se la adjunto a continuación. Me disculpo de nuevo por todas las molestias que le he causado.
Amalia”
Dio vuelta el papel, a ver si decía algo más, pero no había nada. Tomó la carta adjunta, y al abrirla encontró una pequeña acotación hecha con la letra de Amalia, arriba de la primera hoja. En ella se leía:
Esta carta fue escrita por Jordi a su primo Lanus, poco antes de morir. Yo supongo que nunca llegó a mandarla, porque la encontré en un estante de libros
La carta seguía con lo siguiente:
Santiago, Septiembre 2001
“Estimado compañero:
Hace ya mucho tiempo que no nos ha tocado encontrarnos, y debo reconocer, no sin cierto pesar, que bastante culpa mía hay en ello. Pero si estuvieras en mi lugar, querido Lanus, me comprenderías y me perdonarías, incluso es posible que tu afección alcanzase niveles superiores, y me admirases un poco por lo que me ha tocado vivir.
Me comentaste anteriormente que pensabas que Amalia tenía que ver con mi alejamiento de nuestras amistades; pues bien, has acertado. Has acertado pero no de la forma que crees, porque lo que en realidad ha pasado entre nosotros se distancia absolutamente de cualquier cosa que puedas aventurar. Sí, Amalia me ha tenido ocupado, distraído, diría incluso, devoto. Así como lo lees. Me he portado como un verdadero fanático: mis días y mis actividades son las de un hombre confinado y entregado al amor. Pero la verdad, y aquí proporciono el detalle que difiere con lo que tu habrás podido suponer sobre mí relación, esto tiene mucho menos de posesión de lo que parece. Ella no sabe lo obsesionado que he estado.
Sé que suena extraño, pero voy a intentar explicarte todo más claramente. Si te repito detalles que ya conoces es porque no quiero que te pierdas de nada, me parece que cada aclaración es importante. A pesar de estos resguardos, te pido disculpas si finalmente no logras captar ni una palabra, ya que la historia que te voy a contar no es fácil de desentrañar, y si consigues entenderla, la encontrarás tan disparatada, que tu primer instinto será tirar esta carta por la ventana y creerme un loco. Comprenderé si esto sucede. De todas formas, esto es lo que me ha tocado vivir, lo creas o no, así que voy a hacer lo posible por trasmitírtelo de forma fidedigna.
Como bien sabes, Amalia dejó Chile con rumbo a Buenos Aires en Septiembre del 2000, hace ya un año; esa fue la primera vez que nos separamos desde que nos conocimos. Digo separarnos de forma definitiva, ella se fue para siempre al país vecino y yo me quedé en Santiago. También sabes que decidimos seguir juntos, no porque creyésemos con seguridad que podíamos sostener una relación a distancia, sino más bien porque estábamos enamorados, y nos pareció que terminar en ese momento solo hubiera acentuado nuestro dolor. Cuando nos despedimos, yo me comprometí a escribirle lo más seguido posible.
En un principio, pensé que las cosas iban a ir bien. Seguí escribiendo, trabajé en mi libro de cuentos, aprendí a sobrellevar la vida sin ella y así se lo hice saber, presa de mi orgullo que tan bien conoces. Supe por Irene y Marcelino, mis primos, que ella también había estado tranquila, al parecer empezó unos cursos de pintura y fotografía, y entre eso y su afán por perder el tiempo, la vida se le daba como quería.
Luego de unos días, bastante menos de los que me gustaría admitir, comencé a sentir que la necesitaba más de la cuenta, así que aproveché que un amigo (Juan Pablo Cárcamo, ya lo conoces) necesitaba que le ayudara a presentar una conferencia, para tener alguna excusa para ir a verla. Se lo comenté a ella y estuvo de acuerdo, así que nos organizamos para encontrarnos. Sin embargo, el resultado de mis esfuerzos fue total y absolutamente diferente al esperado.
(Te aconsejo que si no te gustan las historias muy retorcidas, no leas lo que viene a continuación… Aún no tengo una explicación muy clara para lo que sucedió - y ha sucedido- después de ese momento, pero lo que supongo no es nada cuerdo, ni menos agradable.)
En fin, continuando con la historia, llegué aquel Noviembre a Buenos Aires, dispuesto a juntarme con Juan Pablo. Era de mañana y estaba esperando tranquilo en Corrientes, cuando de pronto la veo caminando a Amalia por la vereda del frente. No me sorprendí en exceso, sabía que le gustaba caminar por ahí, así que comencé a seguirla para saludarla, aún me quedaban unos minutos de tiempo. Iba apurada así que le grité de lejos para que me esperara. No se dio vuelta. Supuse que no me había escuchado, así que me acerqué más y exclamé su nombre con más fuerza. De nuevo, nada. Preocupado di dos zancadas y la alcancé, tomándola por el brazo. ¡Amalia! ¿No me escuchaste? Vengo llamándote desde hace rato.
Ella se dio vuelta sobresaltada y me observó fijamente, de una forma que, no te miento Lanus, todavía no puedo olvidar. Es más, esa mirada, perdida, desviada, asustada, es en gran parte, el sustento de mi teoría. Ya te explicaré más adelante a que teoría me refiero.
En fin, Amalia, o esa chica idéntica a ella, se deshizo de mi brazo y me respondió que ella no era quien buscaba, que la soltara, que iba atrasada. Yo, atónito como te imaginarás, no le respondí nada y me quedé parado, mirando cómo se iba. Mi impresión fue tal que tarde algunos minutos en recuperarme, pero intrigado como estaba partí corriendo detrás de ella.
La seguí un rato, cuidando, por supuesto, que no me viera – aunque aquella precaución fue absolutamente innecesaria, la chica no podía interesarse menos en mí, de hecho iba apuradísima – y observándola con atención. Finalmente, luego de unas cuantas calles, se detuvo frente a un almacén bastante antiguo, descuidado, y entró.
No sé cuánto tiempo estuve esperando ahí fuera. Producto de nuestro encuentro anterior, me daba miedo entrar y asustarla de nuevo, pero tampoco podía irme, la situación era en exceso extraña y no quería quedarme así. Así que me senté afuera y esperé. Luego de lo que supongo fueron un par de horas, la muchacha salió de nuevo, ahora iba menos apurada y más tranquila, se veía contenta. Tenía un bolso exactamente igual al de Amalia. La seguí de nuevo, aún más intrigado, y te aseguro Lanus que lo que vi a continuación no me ayudó a quitarme la curiosidad de encima: aquella mujer exactamente igual a Amalia se dirigió un edificio que yo ya conocía, y era nada más ni nada menos que aquel en que viven Irene y Marcelino, mis primos, y la misma Amalia. Aquella noche no pude dormir nada.
La forma como actué luego de aquellos sucesos puede ser reprochable o no, no lo sé, pero te aseguro que lo que hice, lo hice influido bajo el asombro y la estupefacción. Mi mente nunca ha sido muy cuerda, pero desde aquella época le es imposible regirse bajo ninguna lógica que el sentido común pueda entender.(De entre todos te escogí a ti para escribirte esta carta justamente porque eres el que más nos conoce a ambos, y sé bien que no vas a juzgarme. Estoy desesperado Lanus, necesito ayuda. )
En fin, después de lo que vi lo más sensato hubiese sido, probablemente, hablar con Amalia, confiar más en ella, qué se yo. Pero en cambio, opté por dirigirme de nuevo al almacén escondido para intentar averiguar algo más. Así que menos de 24 horas después estaba de vuelta en ese extraño lugar que hasta hace poco no conocía. Observé con cuidado, y luego de comprobar que no estuviera la chica dentro, procedí a inspeccionar el lugar.
Por dentro el lugar era aún más deprimente que por fuera: apenas un par de conservas en los estantes llenos de polvo, uno o dos clientes y en las esquinas acomodadores con caras de aburrimiento. No me tomó mucho recorrerlo entero, y estaba a punto de irme cuando de pronto un objeto en la pared llamó mi atención y me obligó a devolverme: cerca de la única caja del lugar se encontraba un cuadro con fotos de todos los empleados. Una sensación inusual en mi estómago fue la encargada de darle la razón a mis instintos aún antes de comprobar mi corazonada: cuando me acerqué al cuadro ya sabía que dentro de él iba a encontrar una foto de Amalia. Sólo que debajo de él en vez de estar inscrito su nombre se mencionaba a una tal María Teresa López, cuya fecha de nacimiento era el 26 de Julio.
Comprenderás que sorpresa me llevé al ver esto, no podía creerlo. Las hipótesis que cruzaron por mi cabeza la noche anterior volvieron a aparecer con renovada fuerza, pero ninguna me calzaba, excepto una.
Aquella mujer no podía ser hermana de Amalia; dejando de lado el hecho de que me parecía prácticamente imposible que ella hubiera sido capaz de esconderme algo así, Irene y Marcelino pasaban casi todo el tiempo en casa y hubiera sido muy extraño que al menos uno de ellos no la hubiera visto merodear por ahí. La otra opción que se me ocurrió pero descarté de inmediato, fue la idea de que Amalia estuviese fingiendo ser otra persona, cambiarse el nombre a María Teresa y aparecer en un nuevo trabajo. Si bien esta idea le podría parecer atractiva, apenas si sabía actuar, y de nuevo, no hubiese sido capaz de esconderme algo así. Tampoco a mis primos.
Además estaba esa mirada. Aquellos ojos que me intrigaron de forma casi sublime eran los ojos de Amalia pero no eran ella, es como si esa parte del cuerpo definiera ineludiblemente la propia personalidad, es posible mentir de muchas formas pero es imposible modificar la vista.
Así que asumí, y si no era cierto me convencí de ello, de que mi querida Amalia realmente sufría de algún padecimiento. Nunca fue muy normal, tú siempre bromeabas al respecto, pero esto superaba con creces todas las ideas que podíamos haber supuesto. Me convencí de que realmente la única posibilidad que quedaba era que Amalia tuviera una doble personalidad, y no estuviera al tanto de ello. También estaba seguro de que aquella condición no estaba presente cuando vivíamos en Chile, porque lo hubiese notado. Pero desde que se fue a Argentina pudo haber cambiado, y parte de las ausencias que mis primos me relataron en aquellos pocos meses podía tener que ver con esto.
Sí, me porté como un verdadero loco, aún más que ella. No le dije nada, tampoco le informé que estaba en Buenos Aires. Pero me quedé ahí, y al día siguiente de descubrir la foto, me instalé desde muy temprano fuera a esperar a Amalia. O Teresa. Pero nunca llegó. Así pasaron varios días, iba cada mañana y me sentaba afuera. Nunca había escrito (aquel tiempo fue mi mejor racha creativa) ni fumado tanto. Hasta que de pronto, una semana después, apareció la chica, corriendo, seguramente atrasada, como la última vez que la había visto. La seguí dentro y la observé escondido tras un mostrador. Esperé a que se calmaran un poco mis nervios y me acerqué a ella. Al parecer no se acordaba de mí, porque fue muy amable, me indicó donde quedaba la leche. Me di vuelta, dispuesto a buscar la caja sin decir nada, hasta que de pronto de mi boca se escaparon frases inconexas que mi cerebro no alcanzó a filtrar, a lo que ella respondió
- ¿Cómo dijiste?
Entonces me sonrió, con la sonrisa perfecta y maravillosa que ya conoces, pero con la ingenuidad de muchos años menos, una identidad mucho más pura. (Y de alguna forma así es, ¿no? Esta mujer apenas si había vivido.) Así que tome una impulsiva decisión, y me propuse conquistarla.
No me fue difícil. Era idéntica a mi Amalia - claro está - y nos llevamos muy bien rápidamente. Le di mi número y me quedé en Buenos Aires por más de un mes - sin avisarle a nadie, ni siquiera a Amalia – y le di a Teresa mi teléfono. Así me aseguré de que me llamara cada vez que aparecía.
Supondrás las conversaciones extrañísimas que tuvimos. Podíamos hablar horas de cine, de libros, de Buenos Aires, se sabía las calles a la perfección, conocía todos los rincones y lugares; le encantaba caminar. Pero apenas le preguntaba algo de ella, de su pasado o su identidad, se le ponían los ojos en blanco, vidriosos, y se quedaba callada. Lanus, no te imaginas cómo sufrí con esos silencios….
Nos vimos no más de cinco veces a lo largo de aquel final de año, hasta que decidí que debía volver a Santiago, tenía un par de obligaciones de las que no podía zafarme, y la Amalia que no estaba al tanto de mi estadía en Buenos Aires seguramente estaría inquieta. Y así fue. Producto de sus celos discutimos seriamente, y nos reconciliamos poco después de navidad. Aunque, por ese y otros motivos más relevantes, las cosas no volvieron a ser iguales.
Cuando pude volver a Argentina, lo primero que hice fue ir al pequeño almacén. El dueño, que claramente estaba encantado con ella, comenzó a cogerme verdadera aversión (Hablando de esto, recuerdo que lo único que fue capaz de contarme de sí misma, fue que su jefe le pagaba siempre en efectivo sin pedirle ningún documento, que tipo más ingenuo decía ella riendo, al parecer era algo que le causaba mucha gracia.)
En fin, así se fue como asumí una especie de código tácito: sabía que la única parte donde con seguridad me encontraría con Teresa y no con Amalia era su trabajo. No sé como intuí que este era el funcionamiento de su nueva personalidad, pero después de todo no me equivoqué ni una sola vez
Ahora Lanus, si quieres alguna explicación para todo esto, no puedo articular nada coherente. Sin embargo, me gustaría pedirte que imagines lo que es revivir diez años de nuevo todos los días; el implacable ritmo del tiempo subyugado ante mí y ante esta especie de reencuentro involuntario, era como una brisa fresca, un aire renovador. Sentir otra vez esa ansiedad pudorosa antes de encontrarme con la mujer que siempre he amado, sin perderla y perdiéndola a la vez, teniendo como único obstáculo esta celosía, que a mí me ocultaba pero a ella la dejaba totalmente visible; desnuda y vulnerable. Es difícil encontrar aquel reflejo exacto en el espejo, la persona capaz de seguir todos los movimientos del propio cuerpo sin espantarse, tú lo sabes tan bien como yo. Y conocerlo no dos veces, si no una vez y repetirlo, es un verdadero privilegio
Por ella fue que me quedé mucho tiempo en Buenos Aires; volvía de vez en cuando a Chile (pocos días, lo confieso, por eso dejaron de verme tanto tiempo) y continuaba ampliando mi fantasía. Cuando venía a Chile aprovechaba de escribir cartas, cartas para la Amalia que no había visto. Eso sí, ahora mis escritos tenían una doble finalidad. Por una parte, seguía queriendo a la Amalia original (aun cuando la sentía cada vez más distante) así que le escribía cartas y mandaba discos, para que se asegurara de que pensaba en ella. Pero presa del temor, sobre todo a esta especie de juego que estaba llevando, sentía que necesitaba arreglar las cosas aún sin saber cómo. Entonces se me ocurrió algo que, en realidad fue mucho más estúpido que razonable; supuse que contarle a Amalia lo que estaba pasando podía ser perjudicial para su salud, pero tal vez si ella se enterase sola, de forma sutil, no sería tan peligroso. Así que ocupé algunas de mis cartas para ponerle pistas, claves, indicios de que había alguien escondido en su interior, esperando que al leer ciertos números o nombres, algo se activara en su cabeza. Bastante irracional, pero hizo de mi angustia algo más soportable
Le mandé poemas a Amalia, que había comentado con Teresa y no con ella, nombres de películas, calles que visitamos cuando nos vimos. Le puse el nombre del almacén (Buen Tango) disfrazado entre historias, le hablé de la muerte de mi abuela, que fue justo un 26 de Julio, día que ella escogió para poner como su cumpleaños en el almacén. (Probablemente lo eligió porque su cabeza, que olvidó muchas cosas, tenía en el inconsciente aquel recuerdo). Todo dispuesto de forma que a Amalia le intrigara un poco la situación (solo un poco, ya que las cartas no eran totalmente incoherentes) y pudiese cuestionarse más al respecto, sin perder la cordura. Claramente, esto nunca funcionó
Así llevo ya casi un año, con dos mujeres y una. Con todo lo que te he relatado, asumo que excedí con creces tu capacidad de comprenderme, pero la historia adquiere un tinte aún un poco más oscuro desde el momento en que me enamoré realmente de esta mujer, tal vez incluso más que de la propia Amalia. No sé si será realmente amor, en este estado osmótico de irreflexión pura, mi falta de claridad no me permite tomar decisiones, menos algunas conceptuales. Pero supongo sabrás a qué me refiero.
Bueno amigo mío, esto quería contarte. Lamento poner sobre tus hombros una carga como esta, conocer un secreto así, pero sabes bien que en ti confío como en nadie. Sí me preguntas porqué las cosas suceden como suceden, de forma tan extravagante, no te lo puedo responder. Así es la vida, supongo. Y elegimos seguir viviendo, al parecer, de la mano de las inevitables casuísticas que la vuelven un poco más interesante.
Te extraño, sinceramente, y espero verte muy pronto
Un abrazo
Jordi”
Tal y como le sucedió aquella misma mañana en la cárcel, al terminar de leer tardó algunos segundos en recordar donde se encontraba. Durante un momento se traslado al departamento de Jordi, a su escritorio, y lo vio escribiendo afanosamente esa carta para su primo. Lo vio temblando, sangrando por dentro, decidido a liberarse de una vez por todas de su secreto. Cuando levantó la vista ya no se encontraba en un sucio departamento en Santiago, sino en Argentina, en un café sucio y que ahora estaba prácticamente vacío.
Caminó lentamente hacia la puerta, preguntándose porque Amalia habría decidido matarse después de todo. La carta introductoria que le escribió tenía poco tinte de suicida, más bien se notaba tranquila. Tal vez Teresa se había enojado con Amalia y finalmente había tomado el control de su cuerpo, había escuchado que esas cosas podían sucederle a las personas con personalidad múltiple. Pero bueno, al final daba lo mismo. Estaba muerta, y no había nada que pudiera hacer al respecto.
Cuando se alejó del pequeño café, sintió que el alivio poco a poco invadía su cuerpo. No era el alivio de Amalia, ese de observar la verdad al descubierto; sino el alivio de dejar ir millones de secretos que no le pertenecían. El alivio de no tener que cargar con un los demonios de otros seres humanos. El alivio de poder por fin descansar de su propia consciencia.
Si Mauricio Gutiérrez fuera un hombre de fe, probablemente en ese momento se hubiera puesto a rezar. Para pedir por Amalia y su descanso eterno, para dar las gracias por encontrarse vivo y cuerdo, o para pedir la absolución por los pecados cometidos últimamente. Pero como no lo era, se fue tranquilamente pensando que la vida era demasiado extraña para intentar comprenderla, y que, de ahora en adelante, solo confiaría en el fútbol y la política. Esa sería una buena lección de vida, mucho mejor que creer que es posible jugar a ser detective sin correr el riesgo de ser violado en el intento. La risa de hiena resonó de nuevo en su cabeza, y lo acompañó todo el recorrido de vuelta a su casa. No desapareció ni siquiera cuando logró quedarse dormido, porque al día siguiente estaba seguro de que había soñado con un safari repleto de animales similares a los cánidos, cuyos rostros eran una mezcla de presidiarios con el cierre abierto, y anfisbenas extrañamente parecidas a Amalia.

Epílogo.
La calma que sintió apenas terminó de leer la carta, fue real. Los latidos de su corazón poco a poco se fueron calmando, el pulso se relajó y la respiración volvió a su curso normal. Después de su desmayo despertó agitada y confundida, presa aún del ataque de pánico que acababa de tener. Se paró frenética, y revolvió la casa entera, llorando de angustia. Fue entonces, más de casualidad que por alguna otra cosa, que tomó un libro rojo, del que cayó una carta justo frente a sus pies. La leyó completa, sin detenerse.
Fue como si estuviera leyendo un cuento. Se demoró en asimilar que lo que acababa de descubrir era su propia historia; era ella quien estaba loca, enferma, totalmente desequilibrada. Sin embargo, el alivio de comprender que era lo que iba mal con ella - porque siempre supo que algo extraño tenía, sus olvidos y crisis no podían ser normales - fue lo que le permitió no entrar en pánico, al menos en ese momento.
Estaba de pie, a punto de irse, cuando escuchó un susurro apenas audible, que venía desde lejos. Recorrió con la vista la pieza entera, intentando descubrir de donde procedía la voz, y si es que había alguien con ella en el departamento. Tardó más de 5 minutos en darse cuenta de que no había nadie allí, la voz venía desde dentro de su cabeza. Estaba alucinando.
El murmullo poco a poco fue subiendo de volumen, hasta que pudo distinguir una voz perfectamente nítida, que comenzó a hablarle por su nombre.
Uno a uno, fueron apareciendo los recuerdos que por algún motivo había desechado; sus comienzos en Argentina, enterarse de que Víctor había muerto, y su reacción desmedida al respecto. Por eso nadie había querido recibirla cuando fue a buscarlo un año después, creyendo seguramente que venía a causar más disturbios. Se vio a si misma caminando de la mano de Jordi por Buenos Aires, recorriendo lugares que no recordaba haber conocido, ni siquiera haber visto. Y finalmente, su propio cuerpo en el departamento el día de su muerte, peleando con él furiosamente sobre el mismo suelo que ahora pisaba, y él cayendo por la ventana frente a su mirada impasible.
La persona fuerte y valiente que fue en algún momento esa tarde, tardó poco en desaparecer. Santiago fue, en cambio, receptáculo de penurias y congojas, testigo de un ente que, presa de las alucinaciones, se parecía bastante más a la anfisbena que Mauricio visualizaría en sus sueños, que a un ser humano. Luego de todo lo que ocurrió, la caja de Pandora que llevaba tanto tiempo a medio cerrar, se abrió completa y dejó salir de su interior los demonios más descaminados, que cubrieron la realidad palmo a palmo, incinerándolo todo. Amalia y Teresa dieron la bienvenida a María, Ana, Paula, Josefa, Jennifer, Myriam, Claudia… una a una las mujeres se fueron desligando y liberando de los límites corpóreos que había construido Amalia, quien ya no tenía como contener lo que pugnaba por salir. Las alucinaciones se hicieron tan frecuentes que le costaba respirar, y pasó poco tiempo liberada de su maldición. Una de las últimas cosas que pensó, antes de sumirse por completo en ese estado pesaroso, fue que la alegría debía sonreírle en algún lugar bajo su escafandra, tiritando por avistar el exterior o por la necesidad de respirar un rato, aceptando las burlas de un guardián imperturbable, la vicisitud de los pensamientos. La alegría, la alegría, Amalia la distinguía con finura de la felicidad; había sentido la otra y no la una, porque para ser alegre se debe ser liviano, fútil, ingenuo. Su cápsula era mucho más que eso, más egoísmo, más profundidad y densidad inútil; en ella estaba obstaculizada la alegría pero no la felicidad. Luego de esa amable distinción, todo se cubrió de negro, y fue una mano descontrolada cuyo dueño era ahora imposible de identificar, quien se encargó de terminar para siempre con la pesadilla.

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