- ¿Por qué estás tan viejo, papá?
Él siempre sonreía ante aquella pregunta, intentando ocultar sin resultados una mirada triste, tristísima, la mirada más triste que hubo de ver jamás. Nunca dijo nada, simplemente lo miraba revelándole el debate interno, y después de un rato se iba, derrotado.
Un día le dijo:
- ¿Siempre me has visto así de viejo?
Él no supo que responder. Luego de un rato, dijo despacito:
- Sí...
- Cuando tengas mi edad y te mires al espejo y te veas así, como yo me veo ahora y viejo como tu me viste siempre, te sentirás orgulloso, porque en mi rostro no veo vejez sino cansancio. No veo arrugas sino esfuerzo. No veo mi cara, veo la tuya y la de tus hermanos. Veo trabajo.
Esas palabras se enterraron con los años y la existencia, hasta que muy, mucho más grande, se le murió la esposa. Después de los funerales y el dolor, se miró al espejo y no vio a nadie más que a su padre y sus huesos gastados, su vida regalada, su dolor enterrado. Vio la vejez.
Salió a caminar y en sus ojos la mirada triste, tristísima, la mirada más triste que nadie vio jamás. Se puso a llorar, por su viejo, por su esposa, por su vida, por su trabajo.
De la otra esquina lo miraba un niño curioso, valga la redundancia , y se queda pensativo. Tampoco había visto tanta tristeza en un rostro. Le dice a su hermana:
- Mira ese señor... su familia debe estar enferma.
La hermana, más grande y menos inteligente, le dice:
¿Qué sabes tu? Quizás ni familia tiene
- Si, si tiene, mírale las arrugas de trabajo... son iguales que las que tiene el papá.
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